Crisis es una palabra que parece inventada para poner nervioso al personal ya que hace referencia a la propia esencia mutable todo lo que nos rodea, a los cambios: sí, una crisis puede ser previsible, como el clima, pero a la vez variable, como el tiempo atmosférico; existen las crisis como existen los sismos debidos al lento progreso de las placas tectónicas de la superficie terrestre, acumulando energía potencial que se libera -generalmente de manera catastrófica e inmanejable- de cuando en cuando: ahí está el problema, que no se sabe exactamente cuando se producirá la siguiente crisis. Si nos centramos en la economía, la teoría de las crisis cíclicas fundada en los razonamientos básicos de Karl Marx -lo siento por los neoliberales, la Biblia económica continúa siendo hoy El capital, de Marx- afirma que éstas son debidas a ciclos económicos propios del capitalismo e, incluso, acota las duraciones intercrisis: actualmente se admite que se superponen ciclos muy cortos -40 meses-, ciclos cortos -de 8 a 22 años- y, finalmente, otros ciclos más largos que actúan como consolidadores de los dos ciclos anteriores y que tienen una duración de 40 a 50 años. ¿Porqué ésta falta de precisión o indeterminación en la duración de los ciclos?, no parece debido a que la economía sea una ciencia muy poco científica y especialista en predecir el pasado -como algunos malintencionados aprovecharán a decir- si no porque, según Schumpeter, los ciclos dependen de dos factores determinantes: la innovación y los emprendedores -los vivos aplicadores de las innovaciones teóricas en la práctica- y ambos aparecen de manera discontinua e impredecible; una innovación específica puede producir una agrupación de innovaciones derivadas; resultado: un imprevisto acelerón del correspondiente ciclo, sobre todo si, de forma simultánea, se dan emprendedores de visión estratégica (quiero decir, no del tipo Bárcenas).
Así, cuando alguien se plantea algunas sencillas preguntas tales como ¿en que ciclo estamos? ¿cuando finalizará?, y, sobre todo, ¿por qué aún no ha terminado la crisis económica diez años después de que se iniciara?, corre el peligro de recibir la extensa y pormenorizada respuesta de cualquier experto en la teoría de Schumpeter y posteriores, con razonamientos que atienden bien al estancamiento secular o a su lastre (excrecencias sistémicas que no dejan fluir suave y naturalmente los ciclos) achacando el anormal comportamiento del actual ciclo a una política monetaria asimétrica y/o a una desregulación financiera tan corta de vista que se podría denominar ciega. Siendo todas ellas posibles explicaciones funcionales, quizá la explicación real podría ser más sencilla -los modelos científicos más sencillos tienen más posibilidades de ajustarse a la verdad- volviendo al final de la definición de crisis: Si los cambios son profundos, súbitos y violentos, y sobre todo, traen consecuencias trascendentales, van más allá de una crisis y se pueden denominar revolución. ¿No será que, en realidad, estamos sobre la ola de un tsunami producto del colapso de un sistema económico que hasta la caída del muro de Berlín fué -con sus carencias e imperfecciones- la alternativa al capitalismo salvaje -autodestructor a medio y largo plazo- que se hizo heredero del planeta hasta hoy día, como amo y señor de toda la Humanidad? ¿Y que no se trate, pues, de medir la temperatura -cuando volvamos a considerar que 1.000 euros es un salario
posible, cuando se podrá dejar de ser, simultáneamente, trabajador y
pobre- para saber en qué fase de qué ciclo estamos sino en asumir y ser conscientes de que estamos inmersos en una revolución que implica un cambio en el modelo socioéconómico global, a cuyas últimas y negativas consecuencias aún no hemos llegado? ¿Y de estudiar las posibles alternativas al pensamiento único que rige hoy día y que evite las desastrosas perspectivas que hoy vislumbran la mayoría de los seres humanos?
Acabemos de una vez con la única crisis amenazadora, que es la tragedia de no querer luchar por superarla, escribió Albert Einstein.
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