Cambiar y cambio son dos de las palabras de mayor éxito entre la clase política. Hasta sin precisar que es lo que implica el cambio -Mariano Rajoy afirmaba en la campaña electoral que le ha llevado al poder que España necesita otra cosa, sin más- el cambio parece llevar implícito el poderío mágico de lo distinto: puesto que lo actual no funciona, cambiemos, parece ser la idea; hasta Felipe González ganó sus últimas elecciones en 1993 esgrimiendo el cambio del cambio, que ya es cambiar.
En el reciente congreso del PSOE ambos candidatos a la Secretaría General han defendido el cambio. Concretamente el recién elegido para el cargo, Alfredo Pérez Rubalcaba, ha afirmado que su partido ya está cambiando de óptica y que a partir de mañana mismo les pedirá a sus militantes que cambien también de ritmo y de paso y ha añadido: hasta ahora hemos reflexionado sobre las razones por las que nos dejaron de votar, a partir de mañana debemos reflexionar sobre las razones para que nos vuelvan a votar; que no sé yo si no van a ser muchos cambios a la vez: con gafas nuevas, andando raro y con tanta reflexión es muy posible que acaben mareados.
Tampoco sé si los políticos se habrán parado a pensar que, casi siempre, las distintas posibilidades de cambio sobre la realidad son prácticamente infinitas, pero sólo en una estrecha banda están los cambios convenientes y posibles: cambiar por cambiar -cuando no es sólo un eslógan publicitario- no es garantía de nada; incluso a menudo ocurre que el cambio es a peor, como parece ser el caso de España hoy.
Creo que los ciudadanos agradeceríamos bastante que los partidos y los políticos que los dirigen se responsabilizaran únicamente de procurar llevar a la práctica las ideas y políticas que nominalmente defienden, sin cambios, ni tácticos ni estratégicos. Aunque no sé si será esta es una idea demasiado sencilla y obvia para ser adoptada por sesudos asesores y estrategas políticos, siempre buscando -o asegurando buscar- la solución en el cambio.
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