Los responsables de los gobiernos de España entre 1982 y 2004 (sí, 22 años) responsables igualmente de aquellos polvos en cuyos lodos hoy andamos enfangados, han reclamado conjuntamente centralidad para la política española. Lo primero que me ha venido a la mente ha sido aquél acto del guiñol de la Transición que, como genuinos representantes del bipartidismo, representaron ambos, González y Aznar, allá por 1995 con el ¡váyase señor González! de éste último, acusando al primero de corrupción, cuando a día de hoy el señor Aznar tiene el record absoluto de ministros de sus gobiernos acusados por lo mismo, por corrupción; pero, ¿y lo que disfrutaba entonces el público con el guiñol, suponiendo sangre donde sólo había salsa de tomate? Hoy podemos constatar que ambos eran personajes de una misma representación, dos caras de la misma moneda -la del bipartidismo en que se basó la sacrosanta Transición del 78- es decir, esencialmente lo mismo el uno (PSOE) y el otro (PP), como hace ya un tiempo muchos descubrieron.
Pues bien, siendo ambos responsables últimos del desastre de país -a todos los niveles- que hoy padecemos, no tienen ningún empacho en recomendar como debe gestionarse políticamente una situación que es claramente producto de la putrefacción de las instituciones del Estado a la que ellos contribuyeron de forma principal. A González el pentapartidismo le parce mal; dos es, según él, la medida correcta, para que todo quede en casa en una apariencia formal de democracia para permitir que sea posible tener objetivos comunes y buscar los espacios de
centralidad en los que hay que entenderse para dedicarse a las
cuestiones serias que los países necesitan; Aznar coincide: a falta de centralidad y de objetivos compartidos estamos jugando otros partiditos bastante menos interesantes. Ambos han compartido, igualmente, su preocupación sobre como la falta de estabilidad y centralidad puede acabar afectando a la economía -seguramente estaban pensando en la suya- y, finalmente, han bromeado sobre lo mucho que están de acuerdo ahora en numerosas cuestiones; se deben creer en la obligación de mantener la representación de aquél guiñol que data de los años noventa del siglo pasado, por si alguien, a día de hoy, siguiera creyendo en él; que pudiera ser, la credulidad de la opinión pública se ha demostrado cercana al infinito (convenientemente entontecida por los medios al servicio del establishment).
Pero, sobre todo, que reclamen centralidad aquellos que contribuyeron tan directamente a polarizar la sociedad española entre más ricos y más (muchos más) pobres -todos los indicadores dedicados a medir la creciente desigualdad de la sociedad española lo demuestran- no deja de ser una burla sangrante. Eso es lo que debía hacerles tanta gracia.
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