Siempre recordaré una de las primeras escenas de la película ¡Viva Zapata!, dirigida por Elia Kazan, en la que un inolvidable Marlon Brando interpretaba el papel de Emiliano Zapata. En esa escena, una delegación de agricultores indígenas del Estado de Morelos denuncian el robo de sus tierras al entonces dictador de México, Porfirio Díaz; tras una breve recepción de las reclamaciones y ante la insistencia de Zapata, éste consigue que el dictador marque su nombre en la lista de reclamantes; seguramente los dictadores y el pueblo real no casan bien, aunque los primeros aseguren siempre que sí. En el transcurso de la película, con Zapata ya en el poder tras la revolución maderista de 1910, él mismo se sorprende marcando en una lista el nombre de un campesino descontento que le exige cuentas, repitiendo el gesto del dictador Porfirio Díaz, momento en el que Zapata decide abandonar el poder y las servidumbres, obligaciones y renuncias que conlleva, y haciéndolo en nombre de todo aquello por lo que había luchado, precisamente.
El nicaraguense Daniel Ortega, que en los años setenta lideró desde el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) el derrocamiento del dictador Anastasio Somoza producido en 1979, ha llegado, como en la película sobre Zapata, a la escena en la que se contempla sentado -de nuevo- en el sillón del poder como Presidente de Nicaragua (y a su esposa, Rosario Murillo como vicepresidenta). Pero él, a diferencia de Zapata, parece que sí ha aceptado las servidumbres, obligaciones y renuncias que conlleva. Y, seguramente, ha olvidado la esencia de todo aquello por lo que había luchado; Zapata acabó sacrificado por el poder, Ortega ha acabado sacrificando desde el poder.
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