La comunicación (*) de la salida de España del aún denominado rey emérito -salida que para la mayoría de los medios extranjeros es fuga ó huída; mejor irse antes que ser expulsado- está teniendo la virtud de convertirse en un test rápido -ya quisiéramos uno tan instantáneo para el virus de la CoVid19- para detectar la corrupción: toda aquella fuerza política, institución, medio de comunicación o persona que exima, relativice, aminore, contextualice o utilice algún grado de disculpa en las imputaciones que pesan sobre la conducta -ni ejemplar, ni intachable, desde luego- del anterior Jefe del Estado, es firme sospechoso de pertenecer a ese entramado que acerca a un país, a un Estado, a la categoría de fallido: la corrupción sistémica; corrupción que todo indica que está alcanzando su fase final de desarrollo y que ya se ha extendido e infiltrado en los distintos ámbitos del tejido social: los partidos políticos, los medios, los poderes del Estado... todo ello parte de un gigantesco guiñol en el que estamos inmersos y cuyos hilos manejan los poderes reales -¿polisemia accidental?- fácticos y económicos.
La conducta de Juan Carlos de Borbón no es más que el exponente, la punta del inmenso iceberg que es la corrupción lastrando la vida de esta ciudadanía y de esta sociedad; parecemos estar condenados a repetir permanentemente nuestra historia como si fuéramos portadores de la maldita roca de Sísifo. Estamos ante un fin de ciclo: o nos regeneramos o perecemos.
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(*) Respecto al Comunicado de la Casa Real, parece evidente que para la institución monárquica el tema queda zanjado como si se tratara de un asunto de familia, una carta de padre a hijo, con respuesta y comentario -bastante superfluo por obvio- de éste; los españoles, el país, el Gobierno de España son todos meros espectadores (súbditos, más bien) graciosamente notificados, sin más.
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