lunes, 27 de julio de 2020

Tres expulsiones y una renuncia doble.


En  el semanario británico The Economist se informa de que los Borbones ya fueron expulsados tres veces de España; así es, si contabilizamos las dos  primeras -en 1840 y 1854- como una,  las de María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, esposa de Fernando VII y regente durante la minoría de edad de Isabel II; más recordadas son las de la de la propia Isabel II y la del nieto de ésta, Alfonso XIII. Pero previa a ellas está la renuncia (doble, de Carlos IV y de Fernando VII) a la corona de España en 1808. En esas renuncias el papel clave corresponde a la figura del Borbón más odiable de toda la estirpe borbónica en España: Fernando VII
 Ya con 18 años, Fernando -el noveno de los 14 hijos que tuvo su padre Carlos IV con María Luisa de Parma, ocho de ellos muertos antes de 1800- comenzó a desear la corona de España para sí, pero no fué hasta 1807 cuando pudo urdir una conspiración para derrocar a su padre; la conspiración fué descubierta y dió lugar al denominado proceso de El Escorial; el príncipe de Asturias con su habitual cobardía -de la que dió repetidas muestras a lo largo de su vida- denunció a todos sus colaboradores en la conspiración y pidió perdón a sus padres; no tardó en intentarlo de nuevo, en 1808, mediante el motín de Aranjuez, que simultáneamente eliminó políticamente a Godoy como valido de Carlos IV y al propio Carlos IV, obligado a abdicar. Lamentablemente para los deseos de poder de Fernando, Napoleón tenía otros planes respecto a los borbones, tanto los de la rama napolitana como los de la española, y poco le duró su primer acceso al poder (Marzo-Mayo de 1808); lo que ocurrió a continuación muestra en los distintos personajes de la monarquía española todos los vicios y miserias de la institución monáquica encarnada en la Casa de Borbón: en el encuentro en Bayona, instado por Napoleón con subterfugios que muestran la poca inteligencia -al admitirlos- de Fernando, Napoleón logró presionar lo suficiente a Fernando -marrajo cobarde en palabras de su madre, que algo lo conocería- para que reconociese de nuevo a su padre como rey legítimo; a cambio recibiría un castillo y una pensión anual de cuatro millones de reales. Fernando aceptó su renuncia a la corona de España en esas condiciones el 6 de mayo de 1808, ignorando que su padre ya había renunciado previamente en favor de Napoleón y que éste tenía pensado nombrar a su hermano José como rey de España. Estos traspasos alternativos -muy semejantes al juego del trile- de la corona española se conocen como las abdicaciones de Bayona. Fernando pasó los siguientes seis años instalado cómodamente en un palacete de Valençay (en el centro de Francia); sus principales ocupaciones fueron recibir clases de baile y música, montar a caballo, salidas de pesca u organizar bailes y cenas; se dice que Fernando habitualmente arrancaba las imágenes de mujeres desnudas de los libros de la extensa biblioteca del palacete -propiedad de Talleyrand- se supone que para integrar una colección exclusiva. Tenía tiempo, no obstante, haciendo gala de su habitual falta de gallardía, para adular servilmente a Napoleón -intentando medrar a cualquier precio en la convulsa situación política de la Europa de entonces- hasta el punto de pedirle que le adoptara: Mi mayor deseo es ser hijo adoptivo de S. M. el emperador nuestro soberano. Yo me creo merecedor de esta adopción que verdaderamente haría la felicidad de mi vida, tanto por mi amor y afecto a la sagrada persona de S. M., como por mi sumisión y entera obediencia a sus intenciones y deseos, o a organizar una fastuosa fiesta con brindis, banquete, concierto, iluminación especial y un solemne Te Deum con ocasión de la boda de Bonaparte (la segunda, con María Luisa de Austria) en 1810. Jamás intentó escapar de una jaula tan dorada, tan amplia y tan cómoda, es más, llegó a denunciar a un barón irlandés enviado por el Gobierno británico para ayudarlo a fugarse; el propio Talleyrand hizo un breve bosquejo sicológico de Fernando: Es indiferente a todo, muy material, come cuatro veces al día y no tiene idea de nada; es muy estúpido y muy mezquino. Entretanto los españoles morían por él (El Deseado) en el transcurso de los seis largos años que duró la Guerra de la Independencia: ya entonces funcionaban los mitos mediáticos. Su más reciente biógrafo, el historiador La Parra, señala su ordinariez a la hora de expresarse; esta tendencia al lenguaje soez y vulgar probablemente fuese debida a su afición a emplear el estilo coloquial y castizo de la servidumbre de palacio. La Parra considera que era débil de carácter y espíritu y que sólo tomaba iniciativas cuando consideró que sus oponentes estaban debilitados, pues la valentía ante las situaciones adversas no fue una de sus cualidades. La Parra apunta también como rasgos dominantes de su carácter el disimulo, la desconfianza, la crueldad y el espíritu vengativo y destaca también su campechanía lo que junto con su vulgaridad y su capacidad para el disimulo le permitió mostrarse como un rey próximo a sus súbditos, incluso amable; (¡lo que son lo genes!). Las sucesivas actuaciones posteriores de Fernando VII no desmerecen de tales precedentes, y sería interesante recordarlas, pero alargarían esta entrada hasta hacerla indigerible (por abundante y desagradable); en otra ocasión.
En resumen, y volviendo al inicio, además de las tres expulsiones que menciona el semanario británico están las renuncias a la corona de España por parte de Carlos IV y Fernando VII, tanto o más instructivas que las expulsiones posteriores.
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(El texto ha sido editado para corregir el error de no contabilizar la primera de las tres expulsiones (también doble): la de María Cristina de Borbón Dos-Sicilias; junto a Fernando VII inició negocios relacionados con la sal, el ferrocarril y el tráfico de esclavos, a la muerte de éste -y con la colaboración de Narváez, el espadón de Loja y del marqués de Salamanca- expandió sus intereses de modo que se podía afirmar que no había proyecto industrial en el que la Reina madre no tuviera intereses. A la par de su expulsión le fue retirada la pensión vitalicia que le habían concedido las Cortes con anterioridad)

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