La corrupción, en tanto que consustancial con la más o menos característica ambición del ser humano, nos ha acompañado desde siempre, como las moscas. En regímenes despóticos o dictatoriales resulta embebida en el propio sistema, mientras que en las democracias queda en evidencia su existencia, pero no garantizada su extinción. Manuel Azaña, respecto a la II República, dejó escrito en sus Diarios: El régimen no se envilecería solo ni principalmente por la corrupción de una o más personas eminentes, sino por la laxitud moral que, sin cometer delito, desvirtúa los motivos y tuerce la línea de conducta. Es la flojera que arranca del ánimo la necesidad imperiosa de que las cosas estén bien y de que las acciones respondan al fin público que se proclama. Efectivamente, la palabra corrupción no se refiere exclusivamente a quien se lucra ilegalmente y roba, si no a la capacidad que, por extensión, tiene esa práctica de corromper a personas de su entorno y convertirlas, a su vez, en ladrones. Nadie puede robar solo. Es necesaria una red de ambigüedad, de cobertura alrededor de quien roba que generalmente está basada en clientelismo político y trafico soterrado de influencias, teniendo como como usos comunes, el trato demasiado próximo con empresarios, constructores, proveedores y beneficiarios de concesiones, así como la aceptación de patrocinios y donaciones que dan lugar a sobreentendidas contrapartidas reflejadas sólo la contabilidad B tanto de empresas como de organismos oficiales. De no atajarla a tiempo la corrupción se apodera de cualquier sistema y lo parasita hasta hacerse dueño de sus recursos pero manteniéndolo formalmente -en tanto interese- vivo. Como si fuera un Alien. Como ocurre en cualquier organización infiltrada por la mafia.
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