Señor, concédeme serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar, valor para cambiar lo que soy capaz de cambiar y sabiduría para entender la diferencia
noto que, conforme pasan los años, más me gustaría comenzar la petición por el final; puestos a pedir le veo más sentido a tener la suficiente sabiduría para poder diferenciar, en primer lugar, entre lo que pudiera intentar cambiar y lo que no, sobre todo porque me he ido convenciendo de que lo segundo es mucho más abundante que lo primero -el hombre lleva prácticamente toda su existencia como especie intentando cambiar esencialmente algo en sus relaciones sociales, sin que los resultados hayan sido especialmente destacables- y me parece mucho más eficiente, teniendo eso en cuenta, descartar todo aquello a lo que no merece la pena dedicar ningún esfuerzo por resultar inútil -la mayoría de las cosas- y maximizar la rentabilidad del valor del que pudiera haber hecho acopio para dedicarlo a los cambios posibles (una confortadora -por exigua- minoría de asuntos); finalmente la serenidad de la aceptación vendría por sí sola, sin necesidad de ser concedida como una gracia.
Y, más importante: también he llegado a la conclusión -por diversos motivos concomitantes y razonados- de que alguien con tal poderío y supuestamente ocupado personalmente de mi bienestar como para que pudiera concederme un paquete tan completo y excelente probablemente no exista, con lo cual he decidido ahorrar el tiempo dedicado al rezo ocupándolo en ir haciendo lo que buenamente pueda por mis propios medios en el orden mencionado.
Por otra parte, decía Freud que existen dos maneras de ser feliz en esta vida, una es hacerse el idiota y la otra serlo; habida cuenta de que los idiotas son clara mayoría (Cipolla lo estableció específicamente en la primera de las Leyes Fundamentales de la estupidez humana: Siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo, [lo que] impide la atribución de un valor numérico a la fracción de personas estúpidas respecto del total de la población; cualquier estimación numérica resultaría ser una subestimación) y de que la primera es la única de las dos maneras de ser feliz que implica una decisión opcional por mi parte -la segunda sería automática-, entiendo que me ha llegado -puede que demasiado tarde- el momento de elegir entre intentar ser sabio, valiente y sereno o ser feliz. Y que nadie crea que lo segundo, por sí sólo, es sencillo; dada esa mencionada mayoría de idiotas, es bastante probable que se dé el caso de idiotas que, creyéndose minoría, esté intentando hacerse más el idiota; ¿habría algo más patético? Y he dicho elegir porque ser simultáneamente sabio -aún sin valentía ni serenidad- y feliz me parece difícil hasta la imposibilidad. Aun releyendo con constancia budista, como si fueran mantras, las Cartas a Lucilio de Séneca.