miércoles, 3 de abril de 2019

Ferlosio: In memóriam

Con Rafael Sánchez Ferlosio ocurre algo parecido a lo que sucede con el artículo 155 de la Constitución -y eso que éste es de lectura bastante menos trabajosa- que muchos de los que lo alaban y se hacen lenguas sobre sus bondades generalmente no lo ha leído.

Como homenaje y recordatorio a tan excelente escritor y, hasta donde puedo suponer, mejor persona -que, seguramente, me ayudó a no tener prejuicios ante ciertas palabras o conceptos tales como integridad o radical, por ejemplo- no se me ha ocurrido nada mejor -aprovechando que estamos en campaña electoral y lo comentado al principio- que recordar algunos de sus Pecios -género literario de su invención, entre cuento, aforismo y greguería-  pertenecientes a un volumen recopilatorio de sus ensayos titulado La hija de la guerra y la madre de la patria:

(El Despreciable) El mitin electoral reaviva mis prejuicios contra la democracia de partidos. Todos ven la abyección de los oradores, pero nadie la del público. Si éste en los toros es El Respetable tan sólo porque puede aplaudir o pitar y abuchear, se vuelve «el despreciable» allí donde no caben más que los aplausos y las aclamaciones. Si a una frase del orador alguien dijese «¡No, eso no!», sería acallado o tal vez hasta expulsado como intruso. El supuesto forzoso de la unanimidad incondicional convierte todo mitin en una práctica fascista: el local se transfigura en una Piazza Venezia, donde cualquier partido es «partido único». Una contienda electoral no disuelta en el tiempo sino concentrada en fechas extrema en cada partido lo que es puro instrumento de victoria, ahogando la diferencia en la otreidad del «conmigo o contra mí» y trocando el continuo móvil, modulable, de la diversidad en la tajante discontinuidad del «todo o nada», de la que inevitablemente se deriva esa abominación de la unanimidad y la incondicionalidad que infecta de fascismo a los partidos. El que, como en las democracias, haya varios se queda en una situación fáctica sin duda más benigna para la mera vida, pero ni quita para que cada uno de ellos sea en sí, dentro de sí, partido único ni comporta, por ende, ninguna mejoría para la inteligencia de las gentes y la objetividad de la opinión política, ni aun menos para la dignidad, la animación y hasta la estética de una por lo demás casi inexistente vida pública. En cuanto a los que acuden a los mítines, tal vez la cotidiana catarata de aplausos al dictado de la televisión colabore no poco en atrofiar cualquier resto de orgullo, de sensibilidad y de vergüenza, para que —olvidada ya la «adhesión inquebrantable» de mando entonces, como dice, felizmente, Umbral— no sientan la indignidad de someterse a nuevas ceremonias que no admiten más que aplausos fervorosos y ardor aclamatorio.

(Españolez) Uno de los rasgos característicos de la españolez es el de que los españoles nunca oyen nada que les merezca decir: «Es falso», sino tan sólo cosas de las que decir: «Es total, absoluta y rotundamente falso».

...y también éste, de buena mañana, preferiblemente después de desayunar:

(Progreso y libertad) El que no puede parar está tan quieto como el que no puede andar y el que no puede andar no está más quieto que el que no puede parar; sólo el quieto que puede andar está realmente parado y sólo el que anda pudiendo parar está realmente andando.

...este último (después de un conveniente triturado) me ha sugerido, con todo el respeto debido, esta posible glosa:

El que no puede dejar de escuchar está tan sordo como el que no puede oír y el que no puede oír no está más sordo que el que no puede dejar de escuchar; sólo quien no escucha aunque pueda oír está realmente sordo y sólo el que escucha pudiendo no hacerlo realmente oye...que, para quien no quiera estrujarse demasiado las meninges, podríamos resumir en el antiguo refrán: no hay peor sordo que el no quiere oír.

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