lunes, 11 de octubre de 2021

La Biblia (segunda parte)


 

 

 

 

 

 

 

 

Así como Don Mendo nos describía en su Venganza las sutilezas del juego de las siete y media:  

 …un juego vil
que no hay que jugarlo a ciegas,
pues juegas cien veces, mil,
y de las mil, ves febril
Que o te pasas o no llegas.
Y el no llegar da dolor,
pues indica que mal tasas
y eres del otro deudor.
Mas ¡ay de ti si te pasas!
¡Si te pasas es peor! 

en el Antiguo Testamento el hombre nunca llega en su particular juego a las siete y media con Dios; sus actos -los de Dios- revelan una y otra vez Su naturaleza vindicativa, injusta, avarienta, despiadada y vengativa. Siempre castiga —castiga delitos insignificantes con una severidad mil veces superior; castiga a niños inocentes por la culpa de sus padres; castiga a poblaciones inofensivas por las culpas de sus gobernantes; y llega a rebajarse y desencadenar venganzas sangrientas sobre terneras y ovejas y cabras y bueyes inocuos, castigándolos por las trangresiones de poca monta de sus propietarios, pero es el Nuevo Testamento, donde se contemplan los efectos de pasarse en el juego, la relación del hombre con Dios empeora: si bien el Dios del Antiguo Testamento es un ser temible y repelente, por lo menos es coherente. Es franco y habla claro. No presume de moral o virtud alguna, más que con la boca. Nada se traduce en sus actos. Creo que es infinitamente más merecedor de respeto que Su yo reformado tal como lo describe, con todo candor, el Nuevo Testamento. Nada hay en la historia —ni en toda Su historia junta— que remotamente se acerque a la atrocidad de la invención del Infierno. Su ser Celestial, su ser del Antiguo Testamento, en comparación con Su ser Terrenal reformado, es la encarnación de la dulzura y de la delicadeza y la respetabilidad. En el Cielo no reivindica el menor mérito, ni lo tiene —sino de labios afuera—; mientras que en la tierra reivindica todos los méritos del catálogo de méritos, íntegro, aunque no los lleva a la práctica sino de cuando en cuando, y ello con tacañería, terminando por conferirnos el Infierno, con lo que borra de un plumazo todos sus méritos ficticios, de una vez.

En resumen, como repositorio de buenas prácticas religiosas, la Biblia del cristiano es una farmacia. Su contenido es siempre el mismo, pero la práctica médica cambia. Durante mil ochocientos años, tales cambios fueron pequeños, apenas dignos de mención. La práctica fue alopática —alopática en su forma más cruda y descarada—. El ignorante y oscuro médico, día y noche, todos los días y todas las noches, atiborraba a su paciente con amplias y odiosas dosis de las drogas más repulsivas que se hallaban en el almacén; le sangraba, le aplicaba ventosas, le purgaba, le daba vomitivos, le desalivaba, jamás concedía al organismo una posibilidad de reanimarse ni a la naturaleza una oportunidad para ayudar. Le mantuvo enfermo de religión durante dieciocho siglos, y en todo este tiempo no le concedió ni un solo día de bienestar. Los productos del almacén se componían aproximadamente de partes iguales de venenos perniciosos y debilitantes y de medicinas confortadoras y curadoras. Pero la práctica del tiempo limitaba al médico al uso de los primeros. En consecuencia, solo podía dañar a su paciente, y esto es lo que hizo.

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 (todo el texto en cursiva -salvo el inicial, de la obra de Pedro Muñoz Seca La venganza de Don Mendo- procede de la obra Reflexiones contra la religión de Mark Twain; un breve texto de 1906, de los considerados malditos, que no fue publicado hasta 1963, más de cincuenta años después de la muerte del autor).

 

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