Como suele ser habitual, no todo son ventajas. En primer lugar, la nube no fué ideada originalmente para beneficiar al individuo permitiendo que maneje datos e información -eso es sólo un incentivo necesario y derivada inexcusable- si no para beneficiar a organizaciones y empresas para un conocimiento y control lo más exactos posible de cada individuo, precisamente; no hay más que buscar -sí, en la nube- información sobre los beneficios de la nube para encontrarnos con que las entradas más relevantes se refieren todas a empresas multinacionales y multimillonarias dedicadas al manejo de información porque eso es, evidentemente, negocio; sin exagerar puede decirse que es el negocio. Porque, resulta ser que la nube es un intangible que se sirve de las redes de comunicación -específicamente de Internet, otro intangible- para almacenar y acceder a una ingente cantidad de datos. ¿Y donde reside ese almacén?, pues ahí está una de las claves del invento: distribuída en las mismas redes y desde luego, en forma que la mayoría de nosotros desconozca su posible ubicación; resumiendo: en la nube reside información que se refiere a nosotros o que nosostros mismos hemos generado pero a la que tenemos acceso condicionado y, desde luego, no único. Y ese cúmulo de datos sirve de base de información para el negocio de unos pocos que traducen en dividendos sólo para sí mismos. Esto en segundo lugar.
Vamos, que tampoco era tan malo cuando había nubes, en plural. O, alternativamente, se podía estar en Babia. Ambas, posibilidades mucho más relajantes que el ajetreo concurrente propio de la nube.