Si tuviera que decidir si debemos tener un gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, no dudaría en preferir lo segundo, opinaba Thomas Jefferson. Dos siglos después, el dilema se ha resuelto solo: parece que podemos prescindir de ambos y seguir vivos, de hecho, quizá más vivos. A la vista de las dos portadas de sendos medios de referencia en la comunicación impresa en éste país, la reacción imediata de cualquier inteligente lector de ella -alguno quedará- y que quiera formar su opinión en base a las respetables opiniones de otros, debería ser inmediata: dejar de autointoxicarse con las directrices de las entidades financieras que manejan esos medios (y la mayoría de la prensa) buscando alternativas independientes y que la actual tecnología permite (y que también todavía, el poder permite).
Esta degradación de los medios de comunicación tradicionales -de la prensa, en concreto- como formadores de opinión va ligada en nuestro país directamente al Régimen del 78 y al bipartidismo, como puede deducirse -sin traducción, directamente- de lo expuesto no sólo en la portada, sino en los editoriales que últimamente pueden leerse en los medios mencionados (y prácticamente en el resto, con alguna leve matización coyuntural, regional o tradicional); la prensa es uno más de los pesebres financiados por una corrupción sistémica instaurada por éste bipartidismo, cómo ya ocurrió con el de la Restauración. Esta degradación de los medios tradicionales enlaza también directamente con el problema de la actual intelectualidad en éste país hasta el punto de ser considerado intelectual cualquier persona que escriba -preferentemente libros- sin reparar en que, a menudo, ese no es un criterio de suficiencia -¿es, por ejemplo, Perez-Reverte, académico y todo, un intelectual?- y sin ninguna figura de referencia -como Ortega y Gasset, también por ejemplo- y el papel que intelectuales de altura jugaron en el final de la Restauración.
En resumen, hay que procurar formar la propia opinión basándose en quien utiliza las tradicionales herramientas lógicas y discursivas con rigor, documentación y argumentación y, sobre todo, gozando de la imprescindible independencia. Porque sin la opinión formada de la ciudadanía sobre los asuntos públicos, la democracia no pasa de ser un bonito concepto en el que, realmente, cabe cualquier cosa. Hasta las más antitéticas a la propia democracia.
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