domingo, 30 de octubre de 2022

Una hora más

Últimamente suelo despertarme de madrugada; este período intermedio de vigilia suele ser largo -a veces de más de una hora- de modo que mi sueño total se convierte en dos hemistiquios separados por una prolongada cesura. Dado que el tradicional recuento de ovejas nunca me ha funcionado, suelo recurrir a algún ejercicio mental tal como recordar nombres de actores o actrices clásicos famosos: siempre llego a alguno del cual soy incapaz de recordar el nombre; el ejercicio consiste en seguir recordando el nombre de otros hasta que, milagrosamente -a veces tarda, pero de eso se trata, de llenar el tiempo- recuerdo al atascado (suele ocurrirme con Humphrey Bogart y Clark Gable). Esta pasada noche me desperté a las 2:44 y -siendo la madrugada en la que recuperamos una hora- me asaltó la duda de si serían las primeras 2:44 o las segundas (la actualización es automática en el reloj de la mesilla de noche), lo que me llevó -y yo me dejé llevar, cualquier cosa para conseguir dormirme de nuevo: he comprobado que la paciencia y no imponerse el sueño ayuda a volver a dormir- a imaginar a la Muerte, con su clásica túnica envolvente negra integrando una capucha que cubre -a veces totalmente- una cara esquelética y portando esa guadaña que incluso como metáfora debe resultar bastante incómoda -o sea, al más puro estilo bergmaniano o woodyalleniano- presentarse ante mí -en sueños- a las 2:59 y, sin más preámbulos, decirme:

-Vengo a recoger tu cuerpo- que me sonó un poco a repartidor comercial algo informal, tanto por el abordaje directo como por el tuteo.

-¿La documentación?- contesté.

-Sí, claro; aquí tengo tus datos personales y la orden de recogida en la que figura también la hora, las 2:59 de hoy, 30 de Octubre.

-¿A ver?...mmm; no veo el sello de certificación- dije yo, con la idea clara de dilatar el asunto un importante minuto.

-El sello está en la segunda página, en la que el interesado debe firmar- dijo la Muerte con pausada y algo prepotente voz de funcionaria sabelotodo.

-¡Ah! ¿tengo que firmar?- parecía que iba a conseguirlo.

-Así es.

-¿Y si me niego?- esto está hecho, pensé.

-Firmaría yo como autoridad testificante de incorfomidad del recogido con la recogida.

-¿Que hora me dijiste -dije, devolviendo el tuteo con desparpajo y sabiéndome ganador de una hora- que está fijada para la recogida?

-Las 2:59.

-Pues aún son las 2:00- dije como distraído, consultando mi pulsera de actividad.

De un pliegue de la túnica, la Muerte extrajo rápidamente un reloj de arena (parece que también con actualización automática) y reconoció:

-Es cierto- dudó un poco; su solvencia, debida a una experiencia milenaria como funcionaria tramitadora del Departamento de Recogidas de Cuerpos, acababa de ser puesta en duda por un yayoflauta; prosiguió con voz algo contrariada:

-Lo siento, volveré en 59 minutos.

Se giró y se alejó de mí, arrastrando lenta y solemnemente la túnica, mientras se cambiaba la guadaña de hombro.

Yo también cambié de postura en la cama y me dispuse, plácidamente, a ver la película de mi propia vida, la que es fama que todos vemos antes de morir: los recuerdos comenzaron a fluir; el primero, el autobús de Valencia...

Y en esas estaba cuando debí quedarme dormido, porque mis recuerdos de ese intersomnus acaban ahí.

martes, 11 de octubre de 2022

Regeneracionismo hoy

El dolor de España no es algo nuevo; tras el parto imperial en los siglos XV y XVI, la cuarentena del penoso postparto duró los cuatro siguientes, hasta principios del siglo XX. Si durante el parto se produjo una Edad de Oro en las artes -en la literatura, concretamente- se denomina igualmente Edad de Plata a la surgida tras el postparto; si ya Quevedo expresaba su patriótica pesadumbre en la primera -miré los muros de la patria mía- igualmente lo hacían los regeneracionistas de la segunda. Y los abortados intentos de dos Repúblicas ha supuesto que ese regeneracionismo del siglo XX se haya prolongado en unos dolorosos puntos suspensivos hasta el día de hoy, un siglo después.

Por ello son tan adecuadas y actuales las reflexiones relativas al regeneracionismo de Manuel Azaña, procedentes de la época previa al segundo intento republicano:

La generación del 98 se liberó, es lo normal, aplicándose a trabajar en el menester a que su vocación la destinaba. Innovó, transformó los valores literarios. Esa es su obra. Todo lo demás está lo mismo que ella se lo encontró. Su posición crítica, que no tenía mucha consistencia, no ha prosperado. ¿Qué cosas, de las que hacían rechinar los dientes a los jóvenes iconoclastas del 98 no se mantienen todavía en pie, y más robustas si cabeque hace treinta años? En el orden político, lo equi valente a la obra de la generación literaria del 98, está por empezar. El único de aquel grupo que, saliéndose de las letras puras, se ha planteado un problema radical (no el de ser español o no serlo, ni el de cómo se ha de ser español, sino el de ser o no ser HOMBRE) es Unamuno

...

Los teóricos de la regeneración española compilaron cuanto se sabía de los males de la Patria: el hombre y el suelo, las leyes y sus órganos, el Estado y sus servicios; todo fué descrito en su apariencia sensible, catalogado, cogido en falta; se comprobó que en España nada permanecía entero; quedaban restos. La descripción es cabal; en el museo de las ruinas no falta ni una pieza. Y a fuerza de pasearse entre escombros, se apoderó de esos hombres no sé qué pasión de naturalistas arqueólogos.

...

Costa era el hombre de las fórmulas absolutas, de las conminaciones urgentes; medía por segundos el tiempo de la nación. Hablaba a gritos, como quien habla a sordos. Que unas verdades palmarias, correspondientes en el orden político a necesidades asaz modestas, recluyesen a su propagandista en la esfera de los rebeldes y lo empujasen poco a poco, robándole serenidad, a la vocación de mártir, no debe achacarse sólo a la apatía de sus auditorios, tan fáciles para el aplauso como lentos para la acción, sino a la densidad del realismo del propio Costa, que por huir de "ideologías", arrancó a su sistema de la atmósfera respirable, blanda y comunicante de las abstracciones.

...

Giner ha mostrado que el Derecho "no constituye una esfera menos interna, menos ética, más accesible a la coacción que la esfera de la Moralidad; que, en última instancia, toda la garantía del derecho, y por tanto del Estado, como en general de la sociedad, descansa en fuerzas meramente espirituales y éticas, en la recta voluntad de las personas, en la interior disposición de ánimo...No se cura con una ley un estado social enfermo: los males nacidos de torcimientos o deficiencias de la voluntad, sólo se remedian sanando o educando la voluntad." A formar la conciencia de los ciudadanos debía encaminarse el tratamiento médico; la operación quirúrgica, el bisturí, no ataca la causa de la enfermedad ni pretende, por tanto, curarla; ataca nada más al síntoma. (Manuel Azaña - ¡Todavía el 98! , en Plumas y palabras)

......

La inteligencia activa y crítica, presidiendo en la acción política, rajando y cortando a su antojo en ese mundo, es la señal de nuestra libertad de hombres, la ejecutoria de nuestro espíritu racional. Un pueblo en marcha, gobernado con buen discurso, se me representa de este modo: una herencia histórica corregida por la razón. ¿Qué política puede contentar a la variedad de caracteres, si tomáramos por guía el carácter, sea para adularlo o para reformarlo? Yo soy demócrata violento; es decir, que reconozco el derecho (el ajeno y el mío), y soy inflexible dentro de los límites de mi derecho. ¿Con quien he de juntarme? ¿Con los violentos de la otra banda, o con los demócratas, aunque sean mansos? Naturalmente, con los demócratas; una idea nos liga; en tanto que, sumándome a los de carácter afin, pero de ideas contrarias, no podríamos dar a nuestra violencia un empleo común. (Manuel Azaña - La inteligencia y el carácter en la acción política, en Plumas y palabras).

Claro que no sé si éstas reflexiones estarán a la altura -por elevadas- de los actuales dirigentes políticos de éste país, un siglo después de ser escritas. Que a bastantes de los intelectuales y estadistas contemporáneos parece que les dieron los créditos para serlo en una tómbola.

martes, 27 de septiembre de 2022

Llamémoslo fascismo

En el análisis de las recientes elecciones en Italia realizado por Ignacio Sánchez-Cuenca en Ctxt, Italia ¿a la vanguardia de Europa?, entre otras cosas se dice que la última peripecia del desorden que comenzó en 1994 ha sido la victoria del partido de Giorgia Meloni, Hermanos de Italia, que además de extrema derecha se puede considerar también anti-establishment; según la tesis de Sánchez-Cuenca cuando los partidos no logran organizar la competición política, la democracia se desordena y entra en fase de turbulencias. 

Pero que el partido de Meloni se pueda considerar anti-establishment tampoco sería mucha novedad si tenemos en cuenta su esencia fundamentalmente fascista; el fascismo de hace un siglo era -tanto en su primitiva versión italiana como en  la variante  nazi de Alemania, que, según Sebastian Haffner, no era exactamente fascismo- netamente antipolítico (anti-establishment) o, más específicamente, antiparlamentario y, desde luego, radicalmente antidemocrático (aquí en España, la Falange seguía la original fórmula nacional-corporativa del fascismo italiano, añadiendo unas gotas de catolicismo tridentino). Es normal, por tanto, que cuando aparece el fascismo, la democracia se desordene y entre en fase de turbulencias, si no algo peor. Por eso la pregunta final de Sánchez-Cuenca en su artículo: con la intermediación política en crisis, ¿qué principio político podría estabilizar las democracias? queda algo retórica si aceptamos que más que de extrema derecha estamos hablando, directamente, de fascismo: la intermediación política -los partidos- y la propia democracia están de más en el horizonte fascista, no cabe mucho margen estabilizador ni para los unos ni para la otra dentro de él. Todo suele quedar más claro llamando a las cosas por su nombre.

miércoles, 21 de septiembre de 2022

Clases

Lo cierto es que, socialmente hablando, la humanidad siempre a estado dividida en clases; si quisiéramos simplificar podríamos decir que siempre han existido minorías privilegiadas y mayorías subsistendo en precario y al servicio de las primeras. En regímenes políticos totalitarios el uso de la fuerza y/o la violencia siempre fué el primer recurso empleado en mantener ese status quo de división social, por más que -generalmente mediante la religión- las mayorías desfavorecidas fueron siempre convencidas por las minorías privilegiadas de la inevitavibilidad de tal reparto social; la religión, específicamente la cristiana (una vez vaciados de contenido los presupuestos filo-comunistas del primitivo cristianismo), siempre ha servido a estos fines principalmente mediante la posposición del igualitarismo y la justicia social para todos los seres humanos a una supuesta vida futura (aquí paz y después gloria), ya que en la presente lo único posible se reduce a acumular méritos -sea cual sea la clase social que nos haya tocado en suerte, mayoritariamente heredada- para alcanzar esa prometida vida futura y evitar un castigo -también eterno- por la inobservacia de las reglas socio-religiosas establecidas; lo cierto es que manteniendo adecuadamente a las clases inferiores en esas creencias, la perpetuación de tales estratos sociales se ha mantenido como una realidad  totalmente viable y perdurable.

Hace un par de siglos se produjeron en el mundo occidental transformaciones sociales que intentaron reactivar una fórmula política de gobierno de dos milenios y medio de antiguedad: la democracia y, simultáneamente, el desbancamiento social de ciertas castas privilegiadas establecidas en Europa desde la Edad Media: la nobleza, principalmente. Habría que recordar que la democracia original -en la Atenas clásica- no era universal: sólo los varones adultos que fuesen ciudadanos atenienses, y que hubiesen terminado su entrenamiento militar como efebos (a los 20 años) tenían ese derecho; ni esclavos -por supuesto-, ni mujeres, ni el resto de la población; a cambio de esas restricciones, los ciudadanos atenienses tenían plenitud de derechos y obligaciones derivados de tan revolucionario sistema de gobierno. Tanto unos como otras requerían estar informado plenamente de los asuntos de Estado de forma que cada ciudadano disponía de una opinión contrastada y veraz sobre ellos. Es evidente que esa opinión informada es clave para que el sistema democrático funcione; ¿de que sirve la democracia si está basada en opiniones desinformadas o manipuladas? Pues ese fué precisamente el resquicio que las élites privilegiadas utilizaron para continuar ejerciendo su poder social mediante métodos formalmente democráticos con posterioridad a la Revolución francesa: la manipulación y el control de la información de las clases populares. Tampoco es que eso fuera algo muy difícil: las clases sociales inferiores eran, por circunstancias concurrentes, las que menos acceso a la cultura, el conocimiento y la ciencia habían tenido históricamente: se trataba, simplemente, de mantener ese alejamiento por parte de las nuevas castas de privilegiados; cambiaron las clases en la cúpula, pero se mantuvieron las diferencias sociales y, sobre todo, los nuevos privilegiados -la burguesía- continuaron siendo una minoría que utilizaba a las clases inferiores en su propio beneficio, explotándolas sin miramientos. La trilogía revolucionaria: Libertad, Igualdad y Fraternidad quedó pronto reducida a una mera letanía formal, mayormente vacía de contenido, al igual que los principios igualitarios del cristianismo original.

Y así llegamos -aquí y ahora- a esta supuesta democracia en la que, una clase a la que han hecho creer que es media (en realidad es la clase trabajadora y asalariada) vota a favor de medidas que favorecen a las clases privilegiadas (terratenientes, rentistas y grandes capitalistas)  y en contra de sus propios intereses. Los once principios de la propaganda atribuídos a Goebbels son tan sólo la enumeración formal de los procedimientos prácticos para lograrlo mediante la propaganda y la desinformación; la forma más depurada de evitar la lucha de clases.

domingo, 11 de septiembre de 2022

Estos servilones

Servilón no es palabra de uso común actualmente; me la encontré a poco de comenzar la La Fontana de Oro, la primera novela de Benito Pérez Galdós (1870); ya entonces -y desde medio siglo antes- significaba lo mismo que hoy significa, según nos informa la RAE: Partidario de la monarquía absoluta a principios del siglo XIX, es decir, servilones eran todos aquellos a los que se les atribuía el grito ¡vivan las caenas!, a partir de la restauración absolutista de Fernando VII en España (1823) tras un breve trienio constitucional por el pronunciamiento del liberal Riego en 1820; en realidad el grito-ovación servilón completo era: ¡que vivan las caenas y muera la Nación!, para que no quedaran dudas (Nación tenía significado político para los liberales -los liberales de entonces- en cuanto que consideraban que en ella residía la principal y legítima soberanía del Estado).

Ya digo que servilón no es palabra actual, pero no ocurre lo mismo con el concepto que describe y de esto no hay duda -si creyéramos que los medios nos hablan realmente del mundo en que vivimos- a la vista de la inconmensurable parafernalia mediática sin hartura -durante días- a cuenta del fallecimiento de la reina Isabel II; se ve que hay muchas más personas con cualidades y querencias de súbdito que con las de ciudadano. Que si esto es así para el fallecimiento de la reina nonagenaria de una monarquía extranjera, no quiero ni imaginarme la centrifugadora mediática de éste país a tope de revoluciones glosando las bondades de nuestra monarquía borbónica (aquí unos apuntes, para que vayan ensayando, que luego las prisas pillan siempre descolocados a los becarios; tengo cierta curiosidad por ver el relato post-mortem de los hechos atribuíbles a Juan Carlos I, aunque sospecho como será a la vista de que hoy continúa portando la dignidad de emérito). Y no digamos del aparato político de la nunca suficientemente ponderada Transición del 78, comenzando por los partidos teóricamente republicanos (sólo para la lírica, naturalmente).