Últimamente suelo despertarme de madrugada; este período intermedio de vigilia suele ser largo -a veces de más de una hora- de modo que mi sueño total se convierte en dos hemistiquios separados por una prolongada cesura. Dado que el tradicional recuento de ovejas nunca me ha funcionado, suelo recurrir a algún ejercicio mental tal como recordar nombres de actores o actrices clásicos famosos: siempre llego a alguno del cual soy incapaz de recordar el nombre; el ejercicio consiste en seguir recordando el nombre de otros hasta que, milagrosamente -a veces tarda, pero de eso se trata, de llenar el tiempo- recuerdo al atascado (suele ocurrirme con Humphrey Bogart y Clark Gable). Esta pasada noche me desperté a las 2:44 y -siendo la madrugada en la que recuperamos una hora- me asaltó la duda de si serían las primeras 2:44 o las segundas (la actualización es automática en el reloj de la mesilla de noche), lo que me llevó -y yo me dejé llevar, cualquier cosa para conseguir dormirme de nuevo: he comprobado que la paciencia y no imponerse el sueño ayuda a volver a dormir- a imaginar a la Muerte, con su clásica túnica envolvente negra integrando una capucha que cubre -a veces totalmente- una cara esquelética y portando esa guadaña que incluso como metáfora debe resultar bastante incómoda -o sea, al más puro estilo bergmaniano o woodyalleniano- presentarse ante mí -en sueños- a las 2:59 y, sin más preámbulos, decirme:
-Vengo a recoger tu cuerpo- que me sonó un poco a repartidor comercial algo informal, tanto por el abordaje directo como por el tuteo.
-¿La documentación?- contesté.
-Sí, claro; aquí tengo tus datos personales y la orden de recogida en la que figura también la hora, las 2:59 de hoy, 30 de Octubre.
-¿A ver?...mmm; no veo el sello de certificación- dije yo, con la idea clara de dilatar el asunto un importante minuto.
-El sello está en la segunda página, en la que el interesado debe firmar- dijo la Muerte con pausada y algo prepotente voz de funcionaria sabelotodo.
-¡Ah! ¿tengo que firmar?- parecía que iba a conseguirlo.
-Así es.
-¿Y si me niego?- esto está hecho, pensé.
-Firmaría yo como autoridad testificante de incorfomidad del recogido con la recogida.
-¿Que hora me dijiste -dije, devolviendo el tuteo con desparpajo y sabiéndome ganador de una hora- que está fijada para la recogida?
-Las 2:59.
-Pues aún son las 2:00- dije como distraído, consultando mi pulsera de actividad.
De un pliegue de la túnica, la Muerte extrajo rápidamente un reloj de arena (parece que también con actualización automática) y reconoció:
-Es cierto- dudó un poco; su solvencia, debida a una experiencia milenaria como funcionaria tramitadora del Departamento de Recogidas de Cuerpos, acababa de ser puesta en duda por un yayoflauta; prosiguió con voz algo contrariada:
-Lo siento, volveré en 59 minutos.
Se giró y se alejó de mí, arrastrando lenta y solemnemente la túnica, mientras se cambiaba la guadaña de hombro.
Yo también cambié de postura en la cama y me dispuse, plácidamente, a ver la película de mi propia vida, la que es fama que todos vemos antes de morir: los recuerdos comenzaron a fluir; el primero, el autobús de Valencia...
Y en esas estaba cuando debí quedarme dormido, porque mis recuerdos de ese intersomnus acaban ahí.
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