Protagonistas del "Putsch" de Munich de 1923. Hitler de paisano, junto a Ludendorff. |
Los únicos adversarios o rivales internos con los que Hitler tuvo que contar seriamente y, en ocasiones, incluso batallar durante los años 1930-1934, fueron los conservadores. Los liberales, los hombres del centro y los socialdemócratas no le preocuparon lo más mínimo, como tampoco los comunistas.Y así siguió siendo después de 1934, en los años de su poder sin restricciones. En la medida en que permanecieron fieles a sus convicciones, los liberales, los hombres del centro y los socialdemócratas se replegaron, casi todos, en la pasividad de un exilio interior o exterior que resultó inofensivo para Hitler; y la resistencia meramente simbólica de pequeños grupos comunistas desactivados y reorganizados una y otra vez en la clandestinidad —cuyo desprecio a la muerte en una situación sin salida infunde ciertamente respeto—, no suponía para Hitler más que un problema policial. Pero los conservadores, bien atrincherados en el ejército, la diplomacia y la administración, siempre representaron un verdadero problema político para Hitler. Imprescindibles para que funcionara el engranaje del Estado, eran aliados a medias, pero, también, opositores a medias, y, algunos de ellos, incluso absolutos: Papen y Schleicher volvieron a levantar cabeza en la crisis del verano de 1934 (Schleicher lo pagó con su vida, Papen con el ostracismo de un puesto diplomático en el extranjero); algunos generales conservadores de la Wehrmacht tramaron planes golpistas en 1938 y 1939; políticos conservadores como Goerdeler y Popitz conspiraron, mientras duró la guerra, en alianza con las más diversas fuerzas del ejército, la administración y el mundo económico; y finalmente, en 1944 se había formado una especie de gran coalición de opositores conservadores, tanto políticos como militares, cuya máxima expresión fue el atentado del 20 de julio. Atentado que, en su esencia, fue una acción eminentemente conservadora —se ha dicho, con razón, que la lista de sus muertos parecía un extracto del nobiliario de Gotha—, si bien en el futuro gobierno posgolpista estaban previstas, con intención maquilladora, algunas carteras para jóvenes socialdemócratas. La intentona se frustró, y el hecho de que las ideas románticas que se proponía materializar en un Estado conservador fueran tan poco meditadas, tan anacrónicas y tan alejadas de la realidad como lo fueron antes las de Papen y Schleicher, tuvo un papel no poco determinante en este fracaso. La oposición conservadora nunca logró convertirse en un verdadero peligro para Hitler, y la serie de éxitos fáciles que se apuntó contra la misma es interminable. Así y todo, fue la única oposición que le dio quehacer hasta el final; la única que tuvo la oportunidad, aunque minúscula, de tumbarlo y que al menos intentó hacerlo en una ocasión. Y hay que recalcar que esa oposición venía de la derecha. Desde su perspectiva, Hitler era de izquierdas.
Hitler no encaja tan fácilmente en la extrema derecha del espectro político como acostumbra a pensar mucha gente. Naturalmente, no era un demócrata, pero sí un populista, un hombre que basaba su poder en la masa y no en las élites...su recurso más importante fue la demagogia, y su instrumento de poder no fue una jerarquía estructurada sino un caótico hatajo de organizaciones de masas sin coordinación y únicamente aglutinadas por su persona. Todo indica que Hitler, en el desfile de dictadores del siglo XX, se sitúa en algún lugar entre Mussolini y Stalin; y, si nos fijamos atentamente, más cerca de Stalin que de Mussolini. Nada más falaz que calificar a Hitler de fascista. El fascismo es el dominio de las clases altas apuntalado por una exaltación de masas creada artificialmente. Si bien es cierto que Hitler exaltó a las masas no lo hizo para apuntalar a ninguna clase alta. No era el político de una determinada clase, y su nacionalsocialismo era todo menos fascismo. Hemos visto en el capítulo anterior que su «socialización de las personas» tiene equivalencias exactas en la Unión Soviética o en la República Democrática Alemana, equivalencias que en los Estados fascistas no existen o alcanzan, cuando mucho, un grado de desarrollo ínfimo. El «nacionalsocialismo» de Hitler se distinguía, naturalmente, del estalinista «socialismo en un país» (¡repárese en la identidad terminológica!) en que en aquél seguía existiendo la propiedad privada de los medios de producción, aspecto que para los marxistas constituye una diferencia fundamental. No vamos a entrar aquí en la cuestión de si tal diferencia resulta realmente tan fundamental en un Estado de mando totalitario como el hitleriano. Más fundamentales son, en cualquier caso, las diferencias con respecto al fascismo clásico de Mussolini: en el de Hitler no había monarquía, por lo tanto el dictador no era ni destituible ni sustituible; no había jerarquía establecida en el partido ni en el Estado, ni tampoco había constitución (¡ni siquiera una constitución fascista!); y no existía una verdadera alianza con las tradicionales clases altas ni, menos aún, ningún tipo de prestación de servicios a las mismas. Hay un signo externo que simboliza las diferencias de fondo: Mussolini lucía el frac tan a menudo como el uniforme del partido. Hitler se lo enfundaba sólo de vez en cuando y únicamente en el periodo de transición de 1933-1934, mientras Hindenburg era presidente del Reich y había que guardar las apariencias de la alianza ficticia con Papen; después sólo vistió de uniforme, como Stalin.
Y aquí su fundamental apreciación diferenciadora entre la República Federal de Alemania (de 1978) respecto a la República de Weimar de 1919 que Hitler enterró:
La República Federal tiene lo que no tuvo la de Weimar: una derecha democrática. No sólo la sustenta una coalición de centro izquierda, sino que goza del apoyo de todo el espectro de los partidos (excepto los grupos marginales de tendencia radical). Con este panorama ya no cabe imaginar una evolución como la que despejó el camino a Hitler en 1930. Bonn es, por su estructura política y no sólo por las supuestas ventajas de su Norma Fundamental frente a la Constitución de Weimar, un Estado democrático más sólido y fuerte que la República de 1919. Y continuará siéndolo, dicho sea de paso y para zanjar el tema, aun cuando vuelva a tener un gobierno de derechas —como ya lo tuvo en los primeros diecisiete años de su existencia— o cuando, bajo el impacto del terrorismo, endurezca sus leyes. Quienes comparan la República Federal con el Reich de Hitler —personas casi todas ellas que no vivieron bajo su régimen— no saben de qué están hablando.
Que creo que resulta ser el matiz relevante para entender la pervivencia de un sistema democrático real: la existencia de una derecha democrática. Quizá entenderlo sirva para explicar porqué la democracia en la que vivimos aquí y ahora -donde hasta la izquierda resulta con frecuencia serlo sólo nominalmente- es tan aparente como poco real.
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(*) El seudónimo no fué casual, reflejaba tanto su querencia por la música como su creencia en la validez de la cultura alemana: Sebastian por Bach y Haffner por la sinfonía de
Mozart del mismo nombre. En todo caso, sus puntos de vista con frecuencia eran demasiado originales y/o radicales para ser políticamente correctos a derecha e izquierda (tanto podía considerar la dictadura de Franco como un mal menor, defender vehementemente la Ostpolitik de Willy Brandt o defender la postura política de Ulrike Meinhof). Había vuelto a Alemania en 1948, para continuar su labor como periodista político, tras haber emigrado al Reino Unido en 1938, huyendo del nazismo, precisamente. El comienzo de la segunda guerra mundial y la consiguiente declaración de guerra entre Reino Unido y Alemania en Septiembre de 1939 salvó a Haffner de una deportación que le hubiera resultado fatal: como
extranjeros enemigos, Haffner y su esposa fueron internados, pero en
agosto de 1940 estuvieron entre los primeros en ser liberados de los
campos de internamiento en la Isla de Man. En todas sus publicaciones -desde la primera, de 1940, Alemania: Jekyll y Hyde hasta la última que publicó en vida Entre guerras. Ensayos sobre historia contemporánea, de 1997, pasando por su Biografía de Churchill, de 1967- es notable su visión personal y a menudo polémica de la política y de los políticos. Su Historia de un alemán. Memorias 1914-1933, publicado póstumamente el año 2000 aunque su redacción puede datarse a principios de 1939 -previa, por tanto, a la segunda guerra mundial- es una referencia muy conveniente para entender ese período de la historia alemana.
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