domingo, 29 de diciembre de 2019

La Transacción del 78

Es conocido lo que Franco opinaba de la política y de la democracia; resumido, para la primera, en el  consejo que administraba a quien le parecía oportuno, incluídos sus propios ministros: usted haga como yo y no se meta en política. También es conocida su opinión sobre la democracia: ahora se habla de democracia. Nosotros, los españoles, ya la hemos conocido. Y no nos dio resultado. Cuando otros van hacia la democracia, nosotros ya estamos de vuelta. Estamos dispuestos a sentarnos en la meta y esperar a que los otros regresen también. Esto último, por sí sólo, ya demuestra el grado de desconexión con la realidad que, inevitablemente, afecta a todos los dictadores -y no sólo a ellos, también a todo aquél que detenta el poder político por un tiempo, aunque sea breve- que acaban considerándose los artífices de la realidad, en vez de sus meros administadores. En todo caso, en los tiempos del dictador -en el ahora a que se refiere la segunda cita- la democracia, pese a gozar de tan poca credibilidad en su ideario, era un sistema político tan universalmente opuesto a los sistemas totalitarios de orientación comunista -el denominado socialismo real- que el núcleo rector de la dictadura franquista acabó inventado una nueva variante de la democracia: la apellidada orgánica, con su plasmación formal inicial en la Ley de Cortes, de 1942 (seguramente se le ocurrió a Serrano Súñer, mientras esperaba con su cuñado el dictador en la meta y mientras una guerra mundial ponía en cuestión su propio modelo político, siendo, gracias a la Guerra Fría,  el español el único superviviente -junto con Portugal, para darse calorcillo geográfico- de ese modelo autoritario de derechas, tras ella). Es sabido que cualquier cosa que necesite de apellido para definirse generalmente hace olvidar un poco -o bastante- el propio nombre; así la democracia orgánica tenía de democracia prácticamente sólo el nombre, utilizado como mera apariencia formal y para su venta ante la comunidad internacional; la democracia orgánica prescindía tanto de los partidos políticos como del sufragio universal como modo de elección de los representantes políticos y, a cambio, interponía unos órganos (de ahí lo de orgánica) que la dictadura consideró naturales: familia, muncipio y sindicato, los tres fácilmente manipulables por el propio poder político en un régimen autoritario donde la separación de poderes, legislativo, ejecutivo y judicial era prácticamente inexistente.
Si hoy nos preguntamos, por ejemplo, el porqué de una actuación tan anómala -y tan poco democrática- de la Justicia en España, no tenemos más que retroceder 50 años: la tan ponderada Transición del 78 permitió que todo el entramado institucional y orgánico de la dictadura franquista perviviera entonces y haya pervivido hasta hoy -comenzando por la propia jefatura del Estado, cuyo titular Franco instauró, el actual es sólo sucesor del instaurado- con sus modos de actuación propios; sólo el cambio de denominación -la supresión del apellido- no convierte en demócrata -a secas- a todo un país y a sus instituciones de la noche a la mañana como quisieron hacernos creer; perder el apellido supone ignorar voluntariamente de dónde venimos, pero no por ello dejamos de ser lo que somos. Países bajo regímenes totalitarios de derechas como Alemania e Italia tuvieron que aplicarse más o menos radicales procesos de desnazificacion -o desfascistización- para intentar volver a la senda democrática; no era esperable que en España, donde ese proceso fué inexistente (ni siquiera en el transcurso de los cuarenta años posteriores), la democracia llegara a este país, si no fuera como otro santo advenimiento (o sea, de forma milagrosa).
En definitiva, creo que la Transición realmente sólo fué una transacción, en cualquiera de sus dos acepciones (una transa, que dirían en Argentina o México). Que veinte años no es nada, dice la letra del tango; pero cuarenta ya va siendo un tiempo razonable para conocernos (o reconocernos). Más vale tarde que nunca.

jueves, 26 de diciembre de 2019

La verdad y lo correcto

La verdad está sobrevalorada; todos sabemos que en muchas ocasiones es mejor mentir que decir la verdad: no se trata exactamente de mentiras piadosas -la piedad no es imprescindible- sino, simplemente, que mentir en esas ocasiones es lo correcto; estoy convencido de que  la verdad, en grandes dosis, acaba resultando tóxica.
Tales reflexiones -tan ajenas a la Navidad- vinieron a mí tras leer una entrevista a Hirokazu Kore-eda con motivo de su dirección de la película La verdad, que espero ver pronto dado su exotismo franco-japonés y teniendo en cuenta que está protagonizada por dos interesantes -a mí me lo parecen- actrices: Catherine Deneuve y Juliette Binoche. Sin desvelar nada trascendental sobre esa película -ya digo que no la he visto- tengo el presentimiento o suposición de que la verdad que surge violentamente tras años de una relación madre(exitosa)-hija(no tan exitosa)  -dentro de las relaciones paterno- filiales, las femeninas las veo especialmente complejas y cinematográficas- no es lo mejor que podría ocurrirles; finalmente seguro que no podrá considerarse una terapia psicológica de la que ambas se beneficien;  aún recuerdo con estremecimiento -me ocurre con las mayoría de las películas de Ingmar Bergman- la semejante Sonata de Otoño (1978), protagonizada por Ingrid Bergman y Liv Ullmann.
Será que incluso a una cierta edad -o quizá debido a ello- no veo que sea siempre necesario encarar la verdad, si es que este concepto ideal tiene existencia real; creo que cada uno debe administrase la dosis de verdad que pueda soportar, pero no más: la vida con anestesia, como las operaciones, he oído recientemente a alguien, mientras recomendaba beber (alcohol) no moderadamente, sino adecuadamente (o sea, mucho).
Además de que la mentira -correcta o incorrecta- es necesaria para la propia existencia de la verdad (como la oscuridad para que exista la luz); en todo caso, a cara descubierta la verdad es muy poco usual, ya dijo Oscar Wilde: Dad una careta al hombre y os dirá la verdad; aunque no siempre querrías oírla, salvo que también lleves careta, podría añadirse. Seguramente baste con recordar a Baltasar Gracián: Es tan difícil decir la verdad como ocultarla; vamos, que la verdad realmente necesaria se hará evidente por sí sola. Vale.

miércoles, 25 de diciembre de 2019

Perfeccionando el buenismo

Como cada año por estas fechas escucho el discurso del Jefe del Estado; es costumbre que mantengo desde que hacían lo propio los predecesores del actual: el dictador Franco y al que éste instauró como sucesor, Juan Carlos I, su padre. Las razones de esta costumbre han variado con el tiempo -lo que es normal, supongo- pero, ya digo, escucho anualmente la mezcla de perorata buenista con aditamentos circunstanciales  que suele constituir el núcleo de tales discursos; últimamente, todo sea dicho, por motivos de puro optimismo vital, es decir, por la misma razón por la que juego a la Lotería sabiendo -como sé- que tengo una abrumadora mayoría de posibilidades en contra de obtener un premio importante. Al menos antiguamente, sí existía la probabilidad de algún premio de consolación -de los que, de alguna manera, invitan a seguir jugando (soportando el tostón)- tales como una voz aflautada y un movimiento de brazo propios de personaje de guiñol del dictador o como la propensión a encasquillarse en palabras de difícil pronunciación de su antecesor en el cargo; actualmente ni eso, sólo me queda el deber autoimpuesto de escuchar los minutos de buenismo dirigido a los españoles desde el distante púlpito del poder político (y nada democrático, para ser exactos).
Por comentar -ya que estoy en ello- algunos detalles del contenido del discurso de ayer del actual Jefe del Estado, el rey Felipe VI -por orden de aparición en el texto- se me ocurre lo siguiente:

1º) Notable que el primer recuerdo para  las dificultades y desgracias de los españoles lo haya sido por causas naturales -inundaciones y riadas- y, por tanto, en gran medida inevitables, antes de mencionar en un totum revolutum (la nueva era tecnológica y digital, el rumbo de la Unión Europea, los movimientos migratorios, la desigualdad laboral entre hombres y mujeres o el cambio climático y la sostenibilidad) temas dispares y en el que, con ese mismo criterio, se notan numerosas ausencias. Y aún de las mencionadas, sin la menor indicación de formas o políticas para afrontarlas.

2º) Algo más concreto, a continuacion: la falta de empleo –sobre todo para nuestros jóvenes– y las dificultades económicas de muchas familias, especialmente aquellas que sufren una mayor vulnerabilidad, siguen siendo la principal preocupación en nuestro país. Del país, suya no, que nunca padeció ni esa falta de empleo ni dificultades económicas, evidentemente. Será por ello que tampoco indicó ninguna posible solución a estos problemas.

3º) El deterioro de la confianza de muchos ciudadanos en las instituciones, y desde luego Cataluña, son otras serias preocupaciones que tenemos en España, pareciendo no entender que lo segundo es, en buena parte, consecuencia de lo primero: la confianza de muchos ciudadanos en las instituciones -especialmente en Cataluña- se ha visto deteriorada, precisamente,  por algo que puede considerarse prevaricación institucional (fundamentalmente injusta). El evidente manejo utilitario de las instituciones, ignorando de forma sistemática su teórico margen de independencia, no es la mejor forma de que la ciudadanía recupere la confianza en ellas.

Y ya mencionadas  todas las dificultades españolas, entró  a fondo el Jefe del Estado, en el núcleo buenista del discurso mencionando las armas para combatirlas: confianza firme en la bondad de los españoles, responsables, generosos, resistentes, unidos, maduros, rigurosos y fuertes (y seguramente olvido recordar alguna de las fortalezas españolas citadas en el discurso), a una muestra de los cuales (41) les ha concedido graciosamente la Orden del Mérito Civil en 2019. Normal que tengamos tantos mártires, santos y muchos otros en proceso de serlo.

Tenemos un gran potencial como país. Pensemos en grande. Avancemos con ambición. Todos juntos. Sabemos hacerlo y conocemos el camino...

Pues nada, solventados todos los problemas gracias a sus sabios consejos y a sus expertas directrices, ya puede ir el Jefe del Estado a tomarse esas vaciones -con destino desconocido, pero seguramente envidiable- para reponerse del agotador trabajo que ha sido la lectura del discurso de Navidad.

Progresismo, la alternativa racional

No es un imperativo ético ni algo producto de un buenismo de circunstancias sino, creo, la aplicación de una estricta racionalidad concatenada con el egoísmo como especie; me explicaré.
El progresismo se ha asociado históricamente a una postura política de izquierdas como opuesto al conservadurismo tradicionalmente de derechas; el progresismo lucha por la creación de un marco seguro -el Estado del bienestar- que garantice los derechos y libertades de cualquier ser humano así como la redistribución de la riqueza generada por la sociedad como forma práctica de hacer realidad esas garantías; es por ello que en el aspecto socio-económico se centra en garantizar que realmente sean las capacidades del individuo y no las condiciones al nacer las que determinen el límite de sus aspiraciones. Por lo tanto, el progresismo propone que sea el Estado el encargado de generar las condiciones para que las desigualdades sociales sean únicamente consecuencia del esfuerzo individual de cada persona en igualdad de oportunidades para el desarrollo de sus capacidades.
Porque lo contrario, el conservadurismo -el integral, el que no sólo pretende la inmovilidad socio-histórica sino también el mantenimiento de los privilegios de una minoría- es fundamentalmente contrario a nuestro progeso como especie al reservar las oportunidades de desarrollo -científico, artístico, etc.- a una minoría que no es la más indicada para ello, ya que, además de ser minoría -y, por tanto, las probabilidades de que algún perteneciente a ella disponga de capacidades personales por encima de la media disminuyen globalmente- todo su interés suele centrarse, exclusivamente, en mantener a su servicio a una mayoría de trabajadores cuanto más ignorantes mejor para sus intereses que son, precisamente, el enriquecimiento ilimitado como forma de alcanzar el poder de someter a esa mayoría; el capitalismo derivado de ese conservadurismo es un tóxico que impide -doblemente- el normal desarrollo de las potencialidades sociales y, en definitiva, el avance de la humanidad.
En resumen, el conservadurismo -y su aliado natural, el capitalismo- impiden avanzar a la especie humana al restringir la utilización y aprovechamiento de  los recursos intelectuales de la mayoría de los seres humanos; ciertamente es lo más justo permitir a cada uno el desarrollo de sus capacidades individuales pero, sobre todo, es lo necesario,  lo más eficiente y racional (lástima que el término progresismo  utilizado a menudo por muchos que, en realidad, entorpecen su aplicación práctica, al estar al servicio -generalmente de forma oculta- del conservadurismo más reaccionario y del capitalismo más depredador de los limitados recursos de la Tierra).

domingo, 22 de diciembre de 2019

¿Justicia o justicias?

Que la Justicia ha de ser universal para poder ser justicia parece evidente y ya es suficientemente complicado que ésta alcance sus fines -combatiendo contra el estatus social y/o económico de encausados poderosos para intentar hacer realidad la teórica igualdad de cualquiera ante ella- como que para, además, se permita la existencia de  justicias particulares en ciertos estamentos sociales tales como son la Iglesia católica o la milicia, con la existencia una justicia eclesiástica y de una justicia militar; ello se traduce en la incongruencia inicial -fundamentalmente injusta- que supone que ciertos actos o conductas sean o no punibles dependiendo de si la persona pertenece a la Iglesia, al Ejército o es un simple ciudadano; o lo que es lo mismo: la falta de la fundamental universalidad de la Justicia.
Esta situación deriva históricamente de la Edad Media, en cuya época una organización social -el feudalismo- marcaba directamente el papel de señores, siervos y hombres de Dios, en la cual, cada uno de ellos tenía y usaba de sus propias normas según sus exigibles responsabilidades particulares; esta situación finalizó -al menos en Europa- con la Revolución francesa y la creación de un Estado nuevo que implicó el paso de una monarquía absolutista a una república formada no por súbditos, sino por ciudadanos libres con iguales derechos y obligaciones, basados todos ellos en dos derechos fundamentales y universales: la libertad política y la igualdad ante la ley. Esta revolución, que concretaba la desaparición del Antiguo Régimen feudalista, fué implantándose progresivamente en toda Europa, de tal manera que también aquí, en España, tras un convulso siglo XIX -al igual que en Europa-, acabamos adoptando formalmente los principios inspiradores de la Revolución Francesa, de modo que incluso nuestro actual Código Civil (de 1889) no es más que una adaptación del Código Napoleónico (el Código Civil francés de 21 de Marzo de 1804) que, como es sabido, se encargó establecer de forma concreta y específica la igualdad jurídica para todos los ciudadanos, la individualidad de la propiedad, la libertad de trabajo, el principio de laicidad, la libertad de conciencia y la separación del Estado en tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial).
Sin embargo, en la propia Francia,  hubo de transcurrir un siglo más para que, en 1905, se promulgara la Ley de separación de las Iglesias  (las cuatro reconocidas oficialmente, en esa época en Francia: catolicismo, calvinismo, luteranismo y  judaísmo) y el estado, poniendo fin a la financiación por parte del estado de cualquier grupo religioso y declarando que todos los edificios religiosos serían propiedad del estado, aunque dejaría el usufructo y administración de tales edificios a disposición de organizaciones religiosas, siempre que las utilizaran con fines de culto.
Y, con todo, también en la Francia actual resulta noticia que, por primera vez, un miembro de la Iglesia pueda responder ante la justicia ordinaria por encubrimiento en el caso de un sacerdote que durante dos décadas abusó sexualmente de niños en Lyon. Sin olvidar que, por ejemplo, el Papa Francisco esta misma semana ha derogado aspectos de una Ley del Vaticano que permitía el secreto pontificio relativo a casos relacionados con delitos sexuales cometidos por sacerdotes.
Aún así, es evidente el retraso que nos atañe como país en éstos aspectos: no sólo conservamos vestigios feudales -una monarquía en la que su titular es irresponsable a efectos jurídicos- sino que también España es un Estado que financia a la Iglesia católica con fondos públicos procedentes de todos los ciudadanos, ya sean éstos católicos, ateos o pertenecientes a cualquier otra  religión. Donde se permite que la Iglesia católica no pague el Impuesto sobre Bienes Inmuebles (IBI) por sus bienes inmobiliarios, lo que supone una cifra anual estimada de entre 600 y 3.ooo millones de euros. O donde el Estado permite que la Iglesia inmatricule -se adjudique la propiedad- de terrenos o edificios bajo sus particulares criterios y ejerciendo su propia autoridad. Y donde, por supuesto, la Iglesia católica dispone de su propio Derecho (canónico), Justicia (eclesiástica), jueces y tribunales.

lunes, 16 de diciembre de 2019

Alipori

Alipori no es palabra de uso frecuente, actualmente se prefiere utilizar vengüenza ajena, pero ambas expresiones se refieren a lo mismo, a ese sentimiento que requiere básicamente de empatía y que podría constituir la prueba empírica definitiva para la confirmación de la existencia de las neuronas-espejo (neuronas cubelli), tales neuronas se supone que se encuentran en las partes más primitivas e internas del cerebro humano.
Se da frecuentemente el caso de que la vergüenza ajena no vaya acompañada de la vergüenza propia del que la genera en los demás y ello es así porque, si éste también la sintiera, seguramente pondría los medios para dejar de provocarla y la vergüenza ajena se extinguiría por falta de alimento; pero está visto que es un sentimiento universal -dado su primitivismo- y que aquellos se suelen provocarla también pueden experimentarla aunque, ya digo, raramente de forma coincidente. Así, resulta que uno de los líderes políticos recientes que más situaciones de verguenza ajena me ha producido -junto con Mariano Rajoy y Albert Rivera- como es Pablo Casado, también puede sentirla, y así lo ha declarado, para que sea de público conocimiento: Me da un poco de vergüenza ajena quien gobierna en España; (aunque sólo un poco; hay que mejorar esa empatía). Parece ser que recuerda -y ahora le aliporiza- que Pedro Sánchez declarara que no dormiría bien con ministros de Unidas Podemos en el gobierno y, sin embargo, ha pactado con ellos en vez de pactar con el PP y Ciudadanos, como Dios -y el Ibex35- manda;  se supone que le produce vergüenza ajena (?) el previsible insomnio de Pedro Sánchez, cuando la alternativa que proclama como una posesa Inés Arrimadas allí donde puede -un pacto constitucionalista, según ella, eso es lo que han votado los españoles- permitiría que los tres, PP, PSOE y Ciudadanos, durmieran a pierna suelta (otra cosa sería el sueño de la mayoría de los españoles) los tres juntos en una cama ancha (o redonda). Y con VOX al pie de la cama, vigilando.
Que, sin estar encantado con el actual presidente del gobierno, no quiero imaginar la cantidad de vengüenza ajena que a mí me podían producir las actuaciones de un  Pablo Casado en su lugar.

Negacionismo

Ha quedado la palabra negacionismo reservada a aquella actitud que niega hechos admitidos como ciertos -de la historia o de la actualidad-; la actitud que defiende que negar lo real es una opción: consideran los negacionistas que la realidad puede elegirse como si hubiera varias -incluso infinitas, en su particular ultrakantismo- para que cada cual escoja la que más convenga a su propio discurso, aunque, por ese sólo motivo, ese discurso limite su aceptación a otros negacionistas concurrentes (quede claro que no son negacionistas aquellos que cuestionan la historia o la realidad con datos y pruebas que contradigan versiones tendenciosas o manipuladas de ambas, lo que también es frecuente); los terraplanistas, como ejemplo canónico del ignorancismo, son negacionistas de la esfericidad de la Tierra, ¿por qué?, porque así lo desean, aunque hace tiempo que ni siquiera es necesario comprender los argumentos científicos de la redondez de la Tierra y baste con ver imágenes de nuestro planeta tomadas por satélites desde el espacio. 
De igual manera, los negacionistas del cambio climático niegan éste pese a la evidencia de tales cambios y los datos científicos que lo cuantifican y, caso de admitirlo, aducen que no es producido por la acción del ser humano sino debido a causas naturales, como ya ocurrió en el pasado; ignoran -voluntariamente eligen ignorarlo-  los datos científicos que muestran una estrecha correlación entre  la obtención de energía mediante el uso de combustibles fósiles y el calentamiento global del planeta en los dos últimos siglos.
Que, a nivel político, el negacionismo esté habitualmente instalado en la derecha tampoco es casualidad: el capitalismo salvaje, depredador y esquilmador de los recursos limitados del planeta, necesita distraernos de lo evidente y tranquilizar a las masas con un genérico no pasa nada para que todos caminemos sin preocupaciones por la senda que nos llevará al colapso como especie en un futuro no muy lejano, en pocas generaciones; no podremos, en éste caso, consolarnos con que no nos importe como aquél que previsoramente se vacunaba contra la infidelidad: virgencita que mi mujer no me engañe, y si me engaña que no me entere, y si me entero que no me importe, aunque que no nos importe es lo que podría deducirse de los resultados de la COP25: pese a que su conclusión más relevante ha sido recordar la urgencia de abordar el cambio climático, éste se ha prospuesto a 2020; será que resulta un año más fácil de recordar (*).
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(*) ...edito en Julio de 2020 ; a veces lo escrito resulta profético de forma totalmente ajena a la voluntad de quien lo escribió...

jueves, 5 de diciembre de 2019

Méritos

El Ministerio del Interior asegura que, al tratarse de un concurso de méritos, legalmente no se puede hacer nada para impedir que Andrés Gómez Gordo ocupe la jefatura de una comisaría de Madrid; ¿a que se debe tal inevitabilidad procedimental? y, sobre todo, ¿cuales son esos méritos? Pues, comenzando por lo segundo, el más meritorio -valga la redundancia- es su supuesta participación principal en la  elaboración del denominado informe PISA -denominado así, aunque una colección de tendenciosas notas de prensa difícilmente podría ser considerado un informe- mediante el cual, desde un medio de información de tan dudosa financiación e intenciones como OK Diario, se pretendía contener el auge de Podemos como fuerza política a principios de 2016. Recordemos que ese denominado informe, aparentemente elaborado por la denominada brigada patriótica—el grupo creado en el seno de la Policía Nacional en la etapa del ministro Jorge Fernández Díaz para, supuestamente, perseguir a adversarios políticos del PP—nunca tuvo ningún efecto judicial: la Audiencia Nacional rechazó de forma contundente la denuncia basada en él y presentada contra Podemos por una asociación política -instrumento necesario- denominada Unión Cívica Española-Partido por la Paz, Reconciliación y Progreso de España. Existen numerosos indicios de que Gómez Gordo participó tanto en la elaboración del informe PISA (puede que el ingenioso acrónimo e incluso la referencia a Pablo Iglesias Sociedad Anónima sean otros méritos suyos) como en  otras actividades de esa brigada patriótica cuando después de ser asesor -en excedencia como funcionario del Cuerpo Nacional de Policía-  de la entonces presidenta de Castilla-La Mancha, María Dolores de Cospedal y por cuya causa el comisario Andrés Gómez Gordo, es a día de hoy, un policía investigado en la Audiencia Nacional dentro del caso Villarejo. 
Tales son los méritos que han hecho que Gómez Gordo adelante a los cinco candidatos que estaban por delante de él para ocupar la plaza de comisario a la que opta, y motivo por la cual Fernando Grande-Marlaska, el titular en funciones del Ministerio del Interior -que el pasado mes de Abril dió por desmanteladas las cloacas del Estado- ve inevitable su nombramiento, aunque él mismo estudió hace meses suspender de funciones tanto a Gómez Gordo como al resto de agentes en activo imputados en el caso Villarejo y el juez Manuel García-Castellón le retiró el pasaporte y le prohibió salir de España a raíz de su declaración en dicho caso. 
Mérito, según el diccionario, es acción o conducta que hace a una persona digna de premio. Este es el país que habitamos: el país del mérito y la excelencia. Recordemos que José Manuel Villarejo Pérez posee la Cruz del Mérito Policial con distintivo blanco, con independencia de algún que otro detalle en su actividad empresarial, posterior a la de comisario, que ha ocasionado que actualmente esté acusado de organización criminal, cohecho y blanqueo de capitales; que, seguramente, estos méritos le hacen acreedor a otras cruces. Y a los españoles la obligación de costearlas todas; espero que no se nos exija, además, resignación y silencio.