Es conocido lo que Franco opinaba de la política y de la democracia; resumido, para la primera, en el consejo que administraba a quien le parecía oportuno, incluídos sus propios ministros: usted haga como yo y no se meta en política. También es conocida su opinión sobre la democracia: ahora se habla de democracia. Nosotros, los españoles,
ya la hemos conocido. Y no nos dio resultado. Cuando otros van hacia la
democracia, nosotros ya estamos de vuelta. Estamos dispuestos a
sentarnos en la meta y esperar a que los otros regresen también. Esto último, por sí sólo, ya demuestra el grado de desconexión con la realidad que, inevitablemente, afecta a todos los dictadores -y no sólo a ellos, también a todo aquél que detenta el poder político por un tiempo, aunque sea breve- que acaban considerándose los artífices de la realidad, en vez de sus meros administadores. En todo caso, en los tiempos del dictador -en el ahora a que se refiere la segunda cita- la democracia, pese a gozar de tan poca credibilidad en su ideario, era un sistema político tan universalmente opuesto a los sistemas totalitarios de orientación comunista -el denominado socialismo real- que el núcleo rector de la dictadura franquista acabó inventado una nueva variante de la democracia: la apellidada orgánica, con su plasmación formal inicial en la Ley de Cortes, de 1942 (seguramente se le ocurrió a Serrano Súñer, mientras esperaba con su cuñado el dictador en la meta y mientras una guerra mundial ponía en cuestión su propio modelo político, siendo, gracias a la Guerra Fría, el español el único superviviente -junto con Portugal, para darse calorcillo geográfico- de ese modelo autoritario de derechas, tras ella). Es sabido que cualquier cosa que necesite de apellido para definirse generalmente hace olvidar un poco -o bastante- el propio nombre; así la democracia orgánica tenía de democracia prácticamente sólo el nombre, utilizado como mera apariencia formal y para su venta ante la comunidad internacional; la democracia orgánica prescindía tanto de los partidos políticos como del sufragio universal como modo de elección de los representantes políticos y, a cambio, interponía unos órganos (de ahí lo de orgánica) que la dictadura consideró naturales: familia, muncipio y sindicato, los tres fácilmente manipulables por el propio poder político en un régimen autoritario donde la separación de poderes, legislativo, ejecutivo y judicial era prácticamente inexistente.
Si hoy nos preguntamos, por ejemplo, el porqué de una actuación tan anómala -y tan poco democrática- de la Justicia en España, no tenemos más que retroceder 50 años: la tan ponderada Transición del 78 permitió que todo el entramado institucional y orgánico de la dictadura franquista perviviera entonces y haya pervivido hasta hoy -comenzando por la propia jefatura del Estado, cuyo titular Franco instauró, el actual es sólo sucesor del instaurado- con sus modos de actuación propios; sólo el cambio de denominación -la supresión del apellido- no convierte en demócrata -a secas- a todo un país y a sus instituciones de la noche a la mañana como quisieron hacernos creer; perder el apellido supone ignorar voluntariamente de dónde venimos, pero no por ello dejamos de ser lo que somos. Países bajo regímenes totalitarios de derechas como Alemania e Italia tuvieron que aplicarse más o menos radicales procesos de desnazificacion -o desfascistización- para intentar volver a la senda democrática; no era esperable que en España, donde ese proceso fué inexistente (ni siquiera en el transcurso de los cuarenta años posteriores), la democracia llegara a este país, si no fuera como otro santo advenimiento (o sea, de forma milagrosa).
En definitiva, creo que la Transición realmente sólo fué una transacción, en cualquiera de sus dos acepciones (una transa, que dirían en Argentina o México). Que veinte años no es nada, dice la letra del tango; pero cuarenta ya va siendo un tiempo razonable para conocernos (o reconocernos). Más vale tarde que nunca.