domingo, 22 de diciembre de 2019

¿Justicia o justicias?

Que la Justicia ha de ser universal para poder ser justicia parece evidente y ya es suficientemente complicado que ésta alcance sus fines -combatiendo contra el estatus social y/o económico de encausados poderosos para intentar hacer realidad la teórica igualdad de cualquiera ante ella- como que para, además, se permita la existencia de  justicias particulares en ciertos estamentos sociales tales como son la Iglesia católica o la milicia, con la existencia una justicia eclesiástica y de una justicia militar; ello se traduce en la incongruencia inicial -fundamentalmente injusta- que supone que ciertos actos o conductas sean o no punibles dependiendo de si la persona pertenece a la Iglesia, al Ejército o es un simple ciudadano; o lo que es lo mismo: la falta de la fundamental universalidad de la Justicia.
Esta situación deriva históricamente de la Edad Media, en cuya época una organización social -el feudalismo- marcaba directamente el papel de señores, siervos y hombres de Dios, en la cual, cada uno de ellos tenía y usaba de sus propias normas según sus exigibles responsabilidades particulares; esta situación finalizó -al menos en Europa- con la Revolución francesa y la creación de un Estado nuevo que implicó el paso de una monarquía absolutista a una república formada no por súbditos, sino por ciudadanos libres con iguales derechos y obligaciones, basados todos ellos en dos derechos fundamentales y universales: la libertad política y la igualdad ante la ley. Esta revolución, que concretaba la desaparición del Antiguo Régimen feudalista, fué implantándose progresivamente en toda Europa, de tal manera que también aquí, en España, tras un convulso siglo XIX -al igual que en Europa-, acabamos adoptando formalmente los principios inspiradores de la Revolución Francesa, de modo que incluso nuestro actual Código Civil (de 1889) no es más que una adaptación del Código Napoleónico (el Código Civil francés de 21 de Marzo de 1804) que, como es sabido, se encargó establecer de forma concreta y específica la igualdad jurídica para todos los ciudadanos, la individualidad de la propiedad, la libertad de trabajo, el principio de laicidad, la libertad de conciencia y la separación del Estado en tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial).
Sin embargo, en la propia Francia,  hubo de transcurrir un siglo más para que, en 1905, se promulgara la Ley de separación de las Iglesias  (las cuatro reconocidas oficialmente, en esa época en Francia: catolicismo, calvinismo, luteranismo y  judaísmo) y el estado, poniendo fin a la financiación por parte del estado de cualquier grupo religioso y declarando que todos los edificios religiosos serían propiedad del estado, aunque dejaría el usufructo y administración de tales edificios a disposición de organizaciones religiosas, siempre que las utilizaran con fines de culto.
Y, con todo, también en la Francia actual resulta noticia que, por primera vez, un miembro de la Iglesia pueda responder ante la justicia ordinaria por encubrimiento en el caso de un sacerdote que durante dos décadas abusó sexualmente de niños en Lyon. Sin olvidar que, por ejemplo, el Papa Francisco esta misma semana ha derogado aspectos de una Ley del Vaticano que permitía el secreto pontificio relativo a casos relacionados con delitos sexuales cometidos por sacerdotes.
Aún así, es evidente el retraso que nos atañe como país en éstos aspectos: no sólo conservamos vestigios feudales -una monarquía en la que su titular es irresponsable a efectos jurídicos- sino que también España es un Estado que financia a la Iglesia católica con fondos públicos procedentes de todos los ciudadanos, ya sean éstos católicos, ateos o pertenecientes a cualquier otra  religión. Donde se permite que la Iglesia católica no pague el Impuesto sobre Bienes Inmuebles (IBI) por sus bienes inmobiliarios, lo que supone una cifra anual estimada de entre 600 y 3.ooo millones de euros. O donde el Estado permite que la Iglesia inmatricule -se adjudique la propiedad- de terrenos o edificios bajo sus particulares criterios y ejerciendo su propia autoridad. Y donde, por supuesto, la Iglesia católica dispone de su propio Derecho (canónico), Justicia (eclesiástica), jueces y tribunales.

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