Hace unos días, en el acto de toma de posesión del cargo del presidente del gobierno y de los distintos Ministerios, se recalcó en los medios, como gesto indicativo, la ausencia de la simbología religiosa habitual (el crucifijo y la Biblia) en éstos actos: algunos (puede que yo mismo) se han venido arriba y han deducido de este gesto que estamos, por fin, entrando en el siglo XX (sí, XX, no XXI) y haciendo realidad, al menos, lo que dice el artículo 16 de la vigente Constitución Española cuando establece el principio de la
aconfesionalidad -que no laicidad- del Estado al declarar que ninguna confesión tendrá
carácter estatal. Lo que también excluye, naturalmente, a la Iglesia católica.
Y es que en éste país somos mucho de gestos -hace tres cuartos de siglo, Felipe Alfau ya escribía: España,
una tierra en la que ni el pensamiento ni la palabra, sino la
acción con un sentido -el gesto- se ha convertido en la especialidad
nacional- pero una cosa son los gestos y su valor simbólico y otra cosa son las propias leyes (normas de obligado cumplimiento, hay que recordar); veamos parte del texto de la Resolución de 11 de Febrero de 2015 (publicada en el BOE del 24 de Febrero de 2015)
del Ministerio de Educación, donde se explicita el currículo de la
enseñanza de la Religión Católica de la Educación Primaria y de la
Educación Secundaria Obligatoria (entre 6 y 16 años):
Dios se manifiesta al hombre y lo hace en una historia concreta, con personajes y situaciones que el alumnado debe conocer y que contribuirán a su comprensión del mundo. Dicha revelación culmina en Jesucristo y el mensaje evangélico, centro del tercer bloque del currículo y eje vertebrador de la asignatura. Por último, se estudia la Iglesia como manifestación de la presencia continuada de Jesucristo en la historia.
Se nos aclara, eso sí, que lejos de una finalidad catequética o de adoctrinamiento, la enseñanza de la religión católica ilustra a los estudiantes sobre la identidad del cristianismo y la vida cristiana. Aunque,
previamente, se haya manifestado también que todos aquellos que no
compartan esa identidad cristiana lo más probable es que, para
empezar, sean unos desagradecidos, indignos, pecadores, infelices,
limitados y malignos, porque la
realidad en cuanto tal es signo de Dios, habla de Su existencia. La
iniciativa creadora de Dios tiene una finalidad: establecer una relación
de amistad con el hombre. Es decir, Dios ha creado al ser humano para
que sea feliz en relación con Él. Los relatos bíblicos de la Creación y
el Paraíso ejemplifican bellamente la finalidad de la creación de la
persona y del mundo entero para su servicio. De su origen creatural y de
su llamada a participar en la amistad con Dios surge su dignidad
inviolable. No obstante, el ser humano pretende apropiarse del don de
Dios prescindiendo de Él. En esto consiste el pecado. Este rechazo de
Dios tiene como consecuencia en el ser humano la imposibilidad de ser
feliz. Dado que su naturaleza está hecha para el bien, su experiencia de
mal y de límite le hace añorar la plenitud que él no puede darse por sí
mismo y busca de algún modo restablecer la relación con Dios. Esta
necesidad del bien, el deseo de Infinito que caracteriza al ser humano
se expresa en las religiones como búsqueda del Misterio.
No he hecho más que reproducir -literalmente, mayúsculas incluídas- parte del texto de la mencionada Resolución que puede consultarse en el BOE; ¿qué? ¿queda o no recorrido para hacer efectiva la aconfesionalidad del Estado que sanciona la Constitución -mucho antes del artículo 155- y para entrar realmente en el siglo XX?
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