En tiempos pretéritos -muy pretéritos- los cristianos y la Iglesia que los regía vivían con la ley romana (Ecclesia vivit lege romana). Posteriormente, cuando el Imperio Romano fué reconvertido en Imperio Cristiano, la jerarquía eclesial comenzó a imponer sus propios criterios -sobre todo en materia de moral sexual- cuando éstos entraban en colisión con la legislación civil imperante, hasta terminar por reconvertir -también- el derecho romano en derecho canónico. Esta situación se prolongó, en este país, hasta hace bien poco: la Ley de Principios del Movimiento Nacional, vigente hasta 1976 decía en su artículo dos: "La nación española considera como timbre de honor el acatamiento de la ley de Dios, según la doctrina de la Iglesia católica, apostólica y romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación". Y, hasta el Concilio Vaticano II, en un mundo en el que habían transcurrido casi dos siglos desde la Revolución Francesa, la Iglesia Católica consideraba al Papa como "autoridad universal y omnicompetente". Es lógico que una institución tan inmovilista en términos históricos y tan absolutista en términos morales como la Iglesias católica intente perpetuar esa fusión -que no confusión- entre el poder civil y el religioso -al modo en que se impone la implantación de la sharia en países islámicos- esa equiparación entre pecado y delito, esa confusión -aquí sí- de lo público y lo privado, esa teoría de "principios prepolíticos" tan cara al cardenal Rouco. Vamos a ver si somos capaces de hacer prevalecer -para asuntos del mundo- el derecho del mundo (iura fori) sobre el derecho del cielo (iura caeli), volviendo a la situación original que permite una religiosidad más auténtica y, sobre todo, que resulta más justa para todos: ateos, agnósticos y creyentes.
No hay comentarios :
Publicar un comentario