Escribe hoy en El País Ignacio Sotelo sobre el descrédito de la política -de los políticos, concretamente- analizando las causas de ese cada vez más arraigado prejuicio sintetizado por el sentir colectivo en la frase "todos son iguales". Iguales a la baja, naturalmente. Es difícil admitir esa homogeneidad considerando únicamente la pluralidad que necesariamente ha de existir en cualquier colectivo, pero es muy cierto que el continuo goteo de casos de corrupción no contribuye a que la clase política, en su conjunto, sea lo respetada que su función necesita. En todos y cada uno de los aspectos que el señor Sotelo analiza como deficiencias de nuestro sistema político, subyace un hecho que contamina la totalidad y hace que nuestra democracia sea puramente teórica: la vigente estructura partitocrática convierte la potestad de cada diputado en un mandato imperativo, en beneficio, no de sus electores, si no del partido que les incluyó en sus listas. La disciplina de voto desvirtúa por completo la esencia de la democracia, por lo cual tanto las razones políticas como la forma de expresarlas y justificarlas acaba siendo un mero trámite, sin valor ninguno: todo se podría decidir más rápidamente y con menor parafernalia en las Juntas de Portavoces. Aunque hoy nos parezca mentira, nada de todo eso sucedía en el sistema parlamentario de la II República, en el cual los partidos eran asociaciones privadas carentes de reconocimiento oficial y los diputados eran libres y podían votar en conciencia, no estando sometidos -al menos no con la rigidez actual- a la disciplina partidaria. Sería por eso que los políticos de esa época se veían en la necesidad de conectar directamente con la sociedad y de desarrollar en el Parlamento lo que constituye su esencia y está en la raíz de su nombre: la palabra, el discurso, el debate.
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