martes, 27 de septiembre de 2022

Llamémoslo fascismo

En el análisis de las recientes elecciones en Italia realizado por Ignacio Sánchez-Cuenca en Ctxt, Italia ¿a la vanguardia de Europa?, entre otras cosas se dice que la última peripecia del desorden que comenzó en 1994 ha sido la victoria del partido de Giorgia Meloni, Hermanos de Italia, que además de extrema derecha se puede considerar también anti-establishment; según la tesis de Sánchez-Cuenca cuando los partidos no logran organizar la competición política, la democracia se desordena y entra en fase de turbulencias. 

Pero que el partido de Meloni se pueda considerar anti-establishment tampoco sería mucha novedad si tenemos en cuenta su esencia fundamentalmente fascista; el fascismo de hace un siglo era -tanto en su primitiva versión italiana como en  la variante  nazi de Alemania, que, según Sebastian Haffner, no era exactamente fascismo- netamente antipolítico (anti-establishment) o, más específicamente, antiparlamentario y, desde luego, radicalmente antidemocrático (aquí en España, la Falange seguía la original fórmula nacional-corporativa del fascismo italiano, añadiendo unas gotas de catolicismo tridentino). Es normal, por tanto, que cuando aparece el fascismo, la democracia se desordene y entre en fase de turbulencias, si no algo peor. Por eso la pregunta final de Sánchez-Cuenca en su artículo: con la intermediación política en crisis, ¿qué principio político podría estabilizar las democracias? queda algo retórica si aceptamos que más que de extrema derecha estamos hablando, directamente, de fascismo: la intermediación política -los partidos- y la propia democracia están de más en el horizonte fascista, no cabe mucho margen estabilizador ni para los unos ni para la otra dentro de él. Todo suele quedar más claro llamando a las cosas por su nombre.

miércoles, 21 de septiembre de 2022

Clases

Lo cierto es que, socialmente hablando, la humanidad siempre a estado dividida en clases; si quisiéramos simplificar podríamos decir que siempre han existido minorías privilegiadas y mayorías subsistendo en precario y al servicio de las primeras. En regímenes políticos totalitarios el uso de la fuerza y/o la violencia siempre fué el primer recurso empleado en mantener ese status quo de división social, por más que -generalmente mediante la religión- las mayorías desfavorecidas fueron siempre convencidas por las minorías privilegiadas de la inevitavibilidad de tal reparto social; la religión, específicamente la cristiana (una vez vaciados de contenido los presupuestos filo-comunistas del primitivo cristianismo), siempre ha servido a estos fines principalmente mediante la posposición del igualitarismo y la justicia social para todos los seres humanos a una supuesta vida futura (aquí paz y después gloria), ya que en la presente lo único posible se reduce a acumular méritos -sea cual sea la clase social que nos haya tocado en suerte, mayoritariamente heredada- para alcanzar esa prometida vida futura y evitar un castigo -también eterno- por la inobservacia de las reglas socio-religiosas establecidas; lo cierto es que manteniendo adecuadamente a las clases inferiores en esas creencias, la perpetuación de tales estratos sociales se ha mantenido como una realidad  totalmente viable y perdurable.

Hace un par de siglos se produjeron en el mundo occidental transformaciones sociales que intentaron reactivar una fórmula política de gobierno de dos milenios y medio de antiguedad: la democracia y, simultáneamente, el desbancamiento social de ciertas castas privilegiadas establecidas en Europa desde la Edad Media: la nobleza, principalmente. Habría que recordar que la democracia original -en la Atenas clásica- no era universal: sólo los varones adultos que fuesen ciudadanos atenienses, y que hubiesen terminado su entrenamiento militar como efebos (a los 20 años) tenían ese derecho; ni esclavos -por supuesto-, ni mujeres, ni el resto de la población; a cambio de esas restricciones, los ciudadanos atenienses tenían plenitud de derechos y obligaciones derivados de tan revolucionario sistema de gobierno. Tanto unos como otras requerían estar informado plenamente de los asuntos de Estado de forma que cada ciudadano disponía de una opinión contrastada y veraz sobre ellos. Es evidente que esa opinión informada es clave para que el sistema democrático funcione; ¿de que sirve la democracia si está basada en opiniones desinformadas o manipuladas? Pues ese fué precisamente el resquicio que las élites privilegiadas utilizaron para continuar ejerciendo su poder social mediante métodos formalmente democráticos con posterioridad a la Revolución francesa: la manipulación y el control de la información de las clases populares. Tampoco es que eso fuera algo muy difícil: las clases sociales inferiores eran, por circunstancias concurrentes, las que menos acceso a la cultura, el conocimiento y la ciencia habían tenido históricamente: se trataba, simplemente, de mantener ese alejamiento por parte de las nuevas castas de privilegiados; cambiaron las clases en la cúpula, pero se mantuvieron las diferencias sociales y, sobre todo, los nuevos privilegiados -la burguesía- continuaron siendo una minoría que utilizaba a las clases inferiores en su propio beneficio, explotándolas sin miramientos. La trilogía revolucionaria: Libertad, Igualdad y Fraternidad quedó pronto reducida a una mera letanía formal, mayormente vacía de contenido, al igual que los principios igualitarios del cristianismo original.

Y así llegamos -aquí y ahora- a esta supuesta democracia en la que, una clase a la que han hecho creer que es media (en realidad es la clase trabajadora y asalariada) vota a favor de medidas que favorecen a las clases privilegiadas (terratenientes, rentistas y grandes capitalistas)  y en contra de sus propios intereses. Los once principios de la propaganda atribuídos a Goebbels son tan sólo la enumeración formal de los procedimientos prácticos para lograrlo mediante la propaganda y la desinformación; la forma más depurada de evitar la lucha de clases.

domingo, 11 de septiembre de 2022

Estos servilones

Servilón no es palabra de uso común actualmente; me la encontré a poco de comenzar la La Fontana de Oro, la primera novela de Benito Pérez Galdós (1870); ya entonces -y desde medio siglo antes- significaba lo mismo que hoy significa, según nos informa la RAE: Partidario de la monarquía absoluta a principios del siglo XIX, es decir, servilones eran todos aquellos a los que se les atribuía el grito ¡vivan las caenas!, a partir de la restauración absolutista de Fernando VII en España (1823) tras un breve trienio constitucional por el pronunciamiento del liberal Riego en 1820; en realidad el grito-ovación servilón completo era: ¡que vivan las caenas y muera la Nación!, para que no quedaran dudas (Nación tenía significado político para los liberales -los liberales de entonces- en cuanto que consideraban que en ella residía la principal y legítima soberanía del Estado).

Ya digo que servilón no es palabra actual, pero no ocurre lo mismo con el concepto que describe y de esto no hay duda -si creyéramos que los medios nos hablan realmente del mundo en que vivimos- a la vista de la inconmensurable parafernalia mediática sin hartura -durante días- a cuenta del fallecimiento de la reina Isabel II; se ve que hay muchas más personas con cualidades y querencias de súbdito que con las de ciudadano. Que si esto es así para el fallecimiento de la reina nonagenaria de una monarquía extranjera, no quiero ni imaginarme la centrifugadora mediática de éste país a tope de revoluciones glosando las bondades de nuestra monarquía borbónica (aquí unos apuntes, para que vayan ensayando, que luego las prisas pillan siempre descolocados a los becarios; tengo cierta curiosidad por ver el relato post-mortem de los hechos atribuíbles a Juan Carlos I, aunque sospecho como será a la vista de que hoy continúa portando la dignidad de emérito). Y no digamos del aparato político de la nunca suficientemente ponderada Transición del 78, comenzando por los partidos teóricamente republicanos (sólo para la lírica, naturalmente).

lunes, 29 de agosto de 2022

Uno, dos, tres...

Inolvidable, como muchas de las películas de Billy Wilder; el prototípico vendedor americano encarnado por James Cagney llevando la buena nueva del capitalismo total a todos aquellos seres desgraciados del segundo mundo -a los que les era temido y desconocido a partes iguales- en forma de refresco de cola. Y esa genial reutilización/recuerdo de comisarios soviéticos por parte de Billy Wilder inspirados en otra película genial: Ninotchka, de su maestro Lubistsch, en cuyo guión él mismo ya había participado. Pero vamos, al modo del enérgico Cagney, a enumerar:

Uno; el capitalismo; ese sistema que, inventado hace dos siglos para fomentar el progreso (material, y sólo de una minoría) con el requerimiento inexcusable de su propia y virulenta multiplicación ilimitada, pero basándose en los recursos limitados del planeta: un vicio de origen que, además de las desigualdades sociales producidas, propias del sistema, nos ha llevado actualmente a una acuciante e insostenible situación medioambiental a nivel mundial. Esto es así incluso en el antiguo segundo mundo que se opuso al capitalismo durante tres cuartos de siglo.

Dos; la política; esa primera capa del guiñol destinado a mantener vigente y como alternativa única al capitalismo : los políticos son agentes de mediación social encargados -según un antiguo aforismo- de obtener el voto de los pobres y el dinero de los ricos con el pretexto de defender a los unos de los otros. Sus herramientas son todas aquellas necesarias para mantener a los privilegiados separados y a salvo del resto de la población y varían en función de las caracterísiticas sociales concretas de cada país; las primarias empleadas en esa salvaguarda son el hambre, la enfermedad, la guerra, la muerte, etc.

Tres; la democracia; esta segunda capa del guiñol universal está sólo disponible en la panoplia política del primer mundo, su finalidad principal es engañar a la población haciéndola creer que es ella misma la que decide y que el capitalismo es su decisión. En teoría es una forma avanzada y compleja de política pero, en realidad, lo único que requiere es la utilización masiva de desinformación y propaganda para su correcto funcionamiento; por lo demás es como la política del punto anterior, salvo que usualmente empleando otras herramientas que las primarias utilizadas en la política en general, aunque éstas también pueden usarse ocasionalmente en democracia, de ser necesarias.

lunes, 1 de agosto de 2022

De profundis

Voy caminando junto a Robert Saville por la calle Príncipe en dirección a la plaza de Santa Ana; en el Teatro Español se está representando su adaptación como un monólogo del texto de Oscar Wilde De profundis. He logrado que aceptara una breve entrevista de camino a supervisar los ensayos esta mañana; al pasar ante las Cuevas de Sésamo un camión del Ayuntamiento casi nos riega y después de esto hemos decidido resguardarnos -del agua y también de un sol inclemente ya por la mañana- en un bar: Saville ha pedido un oloroso Alfonso -pa'cordarme de Cai, me dice en andalusí con acento inglés; lo que no es esperable es que aquí tengan atún de ijar-; es sabido que el tiempo que no dedica al montaje o dirección de sus obras lo pasa en su casa de Zahora (Cádiz) en compañía de Elodie, de sus gatos y de ese pequeño barco que se construyó y que hace años no prueba si no el agua de lluvia. 

Calculo que el tiempo disponible sea el que tarde Saville en trasegar un par de vinos, así es que pido unos pinchos de tortilla para prolongarlo, y comienzo:

LH - ¿Cómo surgió la idea de adaptar De profundis a un monólogo?

RS - De profundis es una epístola; es la personalísima  voz de Oscar Wilde hablando a desde lo más profundo de su ser a Alfred Douglas, causa de su amor y de su desgracia: es de lo más natural leer de viva voz esa carta. 

LH - ¿Ha sido difícil la adaptación?

RS - Naturalmente he abreviado el texto, pero lo que permanece es casi literalmente lo extraído del original (de la traducción, magnífica, de María Luisa Balseiro, aunque también he consultado el original en inglés de O.W.); puede decirse que el único trabajo al adaptarlo ha sido decidir qué eliminar, pero esa es precisamente la dificultad, ya que he intentado mantener el hilo del discurso; también es necesario -desde el punto de vista teatral- mantener el interés del espectador, añadiendo puntos cumbre sobre el valle del relato.

LH -  ¿Y el montaje?

RS - Para dar viveza y cierta teatralidad al resultado, hemos añadido unos cuadros mudos que, de fondo, ilustran los recuerdos relatados en el texto, lo que ha permitido abreviar éste, aún más,  que era uno de los objetivos iniciales. Aún así, la función se prolonga unos 71 minutos.  

LH - ¿Alguna cita que pudiera resumir la obra?

RS - Es notable cómo O.W. siente y recoge el hecho de que  la cárcel mantiene -o acentúa- las diferencias sociales: Los pobres son más sabios, más caritativos, más bondadosos, más sensibles que nosotros. A sus ojos la cárcel es una tragedia en la vida de un hombre, un infortunio, un percance, algo que reclama la solidaridad de los demás. Hablan del que está encarcelado, y no dicen sino que está "en un apuro". Es la expresión que usan siempre, y lleva dentro la sabiduría perfecta del Amor. En la gente de nuestro rango no es así. Creo que faltan 10 minutos para el comienzo de los ensayos, vamos. 

Salimos a la calle, donde el sol refulge con denuedo en una de las aceras; cruzamos rápidamente a la otra y avanzamos a paso ligero hacia el teatro.