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Azaña prisionero a bordo del Alcalá Galiano
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Es un dicho muy socorrido -somos un país propenso a los dichos y a las frases hechas: será por ahorrar esfuerzos mentales- lo de que las comparaciones son odiosas(*), sin reparar, en primer lugar, en que serán odiosas para unos, los que resulten desfavorecidos en ellas, pero para los otros serán, a lo sumo, prescindibles y, en segundo lugar, que comparar ha sido, desde hace tiempo, una herramienta de gran uso y prestigio para estudiosos e historiadores ya desde la época clásica, con las Vidas Paralelas de Plutarco, pero usada también en épocas más recientes por Montesquieu, Voltaire y Adam Smith en el siglo XVIII, Toqueville, Marx y Weber en el siglo XIX y Spengler, Sorokin y Toynbee en el siglo XX; sí, parece que comparar -el método comparativo- puede ser útil para establecer patrones clarificadores también en el campo de las ciencias sociales cumpliendo una labor o función de verificación de teorías o hipótesis, que previamente ha propiciado la propia función heurística (la esencial generación y proposición de tales teorías o hipótesis).Así pues, voy a proponer la comparación -como mero ejercicio, sin mayores pretensiones- de dos obras pertenecientes a la literatura política (género que existe aún sin ser muy frecuente; minoritario si excluímos los autopanenegíricos con pretensión de memorias políticas): la reciente Verdades a la cara de Pablo Iglesias (estructurado en base a unas entrevistas de Aitor Rivero al propio Pablo Iglesias) y Mi rebelión en Barcelona de Manuel Azaña, publicada en 1935. Para los que ignoren los hechos en que se basa esta segunda obra -doy por conocidos los hechos en que se basa la primera y, en todo caso, no quisiera destriparla o spoilerearla, que creo que se dice ahora- brevemente podrían resumirse así: en el otoño de 1934 -con un gobierno presidido por Lerroux y con tres ministos de la CEDA en él- y durante unas vacaciones de Azaña en Cataluña (por motivos de salud y para asistir al funeral de Carner, quien fué ministro de Hacienda en su gobierno), el gobierno de la Generalidad proclamó la República Federal Española y el Estado Catalán dentro de ella, asunto en el que Azaña se negó a involucrarse por considerar que su fidelidad estaba con la Constitución y el Estatuto catalán vigente; pese a ello el 8 de octubre fue detenido por la autoridad militar y encarcelado en distintos buques de la armada; se le juzgó acusado de participar en los hechos aunque, finalmente, el 28 de diciembre el Tribunal Supremo decidió sobreseer el procedimiento y lo puso en libertad. Azaña relata estos hechos en el mencionado libro; durante su reclusión se produjo una oleada de muestras de afecto hacia
su persona en idéntica proporción a las críticas que recibió por parte
de la derecha monárquica y católica.
He dicho que se trata de una proposición; se escapa a mi propósito establecer aquí los que yo veo como claros paralelismos -aún en forma resumida- entre ambas obras en las pocas líneas de esta entrada del blog pero, como pista, voy a recuperar algunos extractos del prólogo -dirigido a la opinión pública- del libro, prólogo que firmaron, entre otros, Azorín, José Bergamín, Américo Castro, Chaves Nogales, Oscar Esplá, León Felipe, García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Gregorio Marañón, Eduardo Marquina, Fernando de los Ríos, y Alejandro Casona, pero que la censura de la época prohibió publicar encabezando Mi rebelión en Barcelona, como era la intención de Azaña:
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Lo que contra el señor Azaña se hace quizá no tenga precedentes en nuestra historia, y si lo tiene, de fijo valdrá más no recordarlo. No se ejercita en su contra una oposición, sino una persecución. No se le critica, sino que se le denosta, se le calumnia y se le amenaza. No se aspira a vencerle sino a aniquilarle. Para vejarle se han agotado todos los dicterios. Se le presenta como un enemigo de su patria, como el causante de todas sus desdichas, como un ser monstruosos e indigno de vivir.
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Nuestra protesta va encaminada simplemente contra los modos de ataque, llegados a tan ciego encono que no parecen propios para lograr una obra de severidad (incomprensible para nosotros), sino para cohibir una acción serena de los órganos del Estado, para provocar una revuelta obcecada o para armar el brazo de un asesino.
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Comprendemos lo mucho que ciega la pasión política, pero también creemos que una gran parte de los que se suman a la campaña lo hacen por inconsciencia, por desconocimiento de la verdad, y por contagio. Y como en caso de tanta gravedad para la persona atacada y para el decoro político no basta con que unos cuantos salven su responsabilidad personal, guareciéndose en la intimidad de su conciencia, hemos querido difundir este documento en el que, con mesura y ecuanimidad, defendemos, más que al señor Azaña, a la civilidad española.
Por aportar una primera muestra paralelística: si Pablo Iglesias comienza su libro confesando (a modo de introducción) que nunca hubiera escrito este libro, Manual Azaña comienza por aceptar que pudiera emplear mejor el tiempo (que asegura que sobrando al parecer, falta para todo; en realidad no le restaban ni seis años de dura vida) y la tinta, aunque confiesa hacerlo con su tinta menos mala, la más legible, destilados la ironía y el sarcasmo; es cierto que Azaña se consideraba escritor antes que cualquier otra cosa en esta vida y que para él hacerlo debía ser poco menos que un deber. Aunque, la civilidad española naufragara completamente sólo un año después.
Seguramente será inevitable para todos aquellos que animosamente acepten mi propuesta que acaben concluyendo amargos corolarios, por ejemplo, que en este país continúa soportándose fatal en los demás la superioridad demasiado evidente (**) y, sobre todo -resumiendo- lo poco que social y políticamente ha avanzado este país en casi un siglo. Pero -consolémonos- mejor trasegar bilis que vivir en la inopia; mejor conocer nuestras carencias que ignorarlas.
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(*)...es porque (el español) no concibe que existan sin hundir a una de las partes comparadas.
(**)Hay que reconocer que Fulano es buen actor (o ingeniero o
vendedor de corbatas). Hay que reconocer, es decir, tenemos que hacer
un esfuerzo, nos obligamos y muy a nuestro pesar a conceder una virtud
al aludido. Jamás he oído a nadie decir: Hay que reconocer que Fulano
tiene ese defecto. Para eso no hace falta esfuerzo alguno. La palabra
sale fluida, el pensamiento se extiende sin dificultad.
Ambas, citas de la obra de Fernando Díaz-Plaja El español y los siete pecado capitales. La envidia