viernes, 16 de julio de 2021

Ciencia y sociedad

La especie humana presume de aquellas capacidades intelectuales que, al parecer, le dan derecho a proclamarse reina de la Naturaleza; ello implica -en la versión comunmente aceptada- que es potestad nuestra sojuzgar al resto de las especies del planeta y decidir sobre la explotación de sus recursos aunque ello implique un desastre apocalíptico a no muy largo plazo (lo que no indica, precisamente, mucha inteligencia como especie por nuestra parte). Es cierto que  la ciencia, sublimación última de esas capacidades intelectuales proclamadas como privativas, han permitido un conocimiento bastante profundo de nuestro entorno físico tanto a nivel macroscópico como microscópico; en éste último, concretamente, hemos sido capaces desde el  siglo pasado, de desentrañar la composición de la propia vida en su origen y hasta sus componentes básicos: genomas formados por cadenas de ARN y ADN de las que están compuestas cada una de las células de nuestro cuerpo, los  mismos que constituyen el material con el que se forma un virus: ambos estamos contruídos con los mismos ladrillos primarios y, seguramente, los virus habitan éste planeta desde mucho antes que nuestra especie lo hiciera.

Ahora bien, que nuestra especie haya sido -o esté siendo- capaz de descubrir la realidad de la formación y estructura de la vida, no quiere decir necesariamente que cada especimen alcance ese grado de comprensión inteligente de la realidad y así ocurre que comportamientos simples, gregarios, y basados en creencias irracionales, conspiranoicas, o religiosas guían el comportamiento de muchos humanos en la presente pandemia de la CoVid19; cuando la ciencia ha sido capaz de comprender y analizar el comportamiento y transmisión contagiosa  del coronavirus y no sólo eso, producir una vacuna que genere los necesarios anticuerpos de defensa ante un virus antes desconocido, resulta que muchos individuos y la sociedad en su conjunto se desenvuelven, en muchas ocasiones, a nivel irracional y acientífico: para los primeros, una vez estudiados los mecanismos de contagio del virus y concluído que lo único efectivo contra ese contagio -en tanto no se recibe la vacuna- es un aislamiento interpersonal radical, resulta incomprensible que no se asuma inmediatamente esa evidencia, con el peligro que representa no hacerlo, exponiendo -con esa inconsciencia- a la sociedad en su conjunto a un suicidio colectivo. Para la segunda, comprobar que leyes, jueces y políticos están a tal distancia del peligro real e inmediato que representa la pandemia que, por ejemplo, en éste país se han declarado ilegales las medidas que el gobierno estableció para asegurar ese aislamiento interpersonal, inhabilitando temporalmente  derechos garantizados por nuestro ordenamiento jurídico y salvando, con ello, miles de vidas. No son sólo los tontos -por su abundancia, algunos creemos que constituyen mayoría- el peligro a considerar individualmente; leyes y normas sociales están igualmente a gran distancia de las evidencias científicas que inexcusablemente han de tenerse en consideración a la hora de establecer aquéllas. Mientras eso no ocurra, tanto en asuntos de salud pública como, en general, en la gestión global de los recursos del planeta, considerando a éste únicamente como un depósito de material a explotar, caminamos con paso decidido hacia un desastre científicamente predecible.

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