Llegado a cierta edad, casi todo -socialmente hablando- resulta reiterativo: una sucesión de dejavues que, a veces, incluso se solapan; temas antiguos que en su día parecían resueltos -o aquellos que quedaron como irresolubles- reaparecen de nuevo en boca de ignorantes -aún más ignorantes que los que yo recuerdo que debatían antiguamente sobre ellos- como si se tratara de extraterrestres que acaban de aterrizar en este mundo. Ya digo, esto ocurre al llegar a cierta edad y podría fácilmente englobarse en el conocido síndrome del cascarrabias que -no viene mal recordarlo- es la persona que fácilmente se enoja, riñe o demuestra enfado (definición a la que algunos añaden el matiz por causas pequeñas). Si a ésto unimos que a esa misma edad, todos aquellos a los que nos parece estar -de momento- respetando la chochez hemos desarrollado una acusada tendencia a lo sintético y esencial -aquello que suponemos que es realmente importante- la pataleta intrascendente del cascarrabias puede llegar a convertirse en auténtico cabreo; aunque sea sordo.
Viene todo este exordio a cuento del actualmente debatido asunto de las donaciones del multimillonario Amancio Ortega a la sanidad pública: a tal debate, al igual que a otros -de parecidad simplicidad- le he prestado atención, sobre todo, por sus propiedades catalizadoras; quiero decir, por lo fácil que precipita la reacción entre los que están a favor o en contra, separando rápidamente unos de otros, como si salieran tintados en distintos colores de ella. Por hacerlo breve, en este caso he podido observar que, rápidamente, se forman dos grupos: los partidarios de la caridad y los partidarios de la justicia; por más que para el propio Amancio Ortega ésto no sea ningún dilema: al parecer, él sustituye la segunda (es decir, pagar los impuestos que le fueran de aplicación como propietario de sus empresas, los cuales se destinarían, entre otras cosas, a financiar la sanidad pública) por la primera y, además, se arroga la facultad de dictaminar tanto la cuantía -es sabido que la caridad bien entendida comienza por uno mismo y los ricos lo son, entre otras cosas, porque ésto lo tienen siempre muy presente y calculado- como el destino y el propio objeto de la donación, sean o no éstos coincidentes con las prioridades establecidas por la sanidad pública que, recordémoslo aunque sea obvio, es pública porque debe intentar atender a las necesidades de la mayoría. Por más que sería muy interesante conocer los detalles concretos de las donaciones del multimillonario gallego.
Por mi parte, yo creo tener muy claro el porqué los ricos prefieren, siempre que pueden, sustituir la justicia por la caridad y porqué la mayoría, los que integramos el resto de la población, prefiere -debería preferir- la justicia, sin más; y ésto no debería ser ningún dilema ni para unos ni para otros: se trata, en cualquier caso, de una simple cuestión de intereses. A mí me parecería estupendo que Amancio Ortega prosiguiera con sus donaciones con los mismos criterios actuales, pero siempre después de haber satisfecho los impuestos que le corresponda justamente pagar; por otra parte, sólo entonces podría hablarse verdaderamente de caridad, lo demás es, como mucho, ingeniería financiera o contabilidad creativa; y de todos es conocido lo que ocultan tales eufemismos.
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