En la reciente historia política de éste país -referirme a ella como
democracia pudiera resultar exagerado- las elecciones generales siempre
las ha perdido el partido gobernante, no las ha ganado la oposición. Las
perdió la UCD al desintegrarse en 1982, las perdió el PSOE en 1996 por
su proliferante corrupción, las perdió el PP en 2004 por su nefasta
gestión del 11-M y las perdió de nuevo el PSOE en 2012 por su
incapacidad ante la crisis económica que nos envuelve. Naturalmente, las
causas son más y también más complejas, pero el hecho de que las
perdiera el gobierno y no las ganara la oposición subsiste y, siendo
normal en cualquier lugar que el ejercicio del poder desgaste, aquí es
que los gobiernos ya parecen desgastados al llegar. Esto tiene una
consecuencia que afecta directamente a la calidad de nuestra pretendida
democracia: no importa lo incapaz que se demuestre la oposición, no
tiene más que esperar, como en el proverbio árabe, a ver pasar por su
puerta el ataúd del adversario para ascender al poder.
En definitiva, ésta reedición del sistema de alternancia política
bipartidista de la Restauración -monarquía incluída- denota síntomas
inequívocos de agotamiento, comenzando por lo invasivas que se muestran
la corrupción y la ineficacia a todos los niveles, al igual que ya lo
mostrara -y con los mismos síntomas- hace un siglo el modelo imitado. Es
urgente la renovación del propio sistema; aprendamos de la historia.
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