Eso parece, a la vista de los conflictos y desastres de todo tipo en el mundo y con los que somos bombardeados a diario por los medios: crisis socio-económica mundial, guerras, seísmos, hambre, pobreza. Pero no, no han sido los dioses, hemos sido nosotros, la especie humana que se ha creído tal, o al menos, unos peligrosísimos aprendices de brujo. De una economía basada en el crecimiento perpetuo, ilimitado, de usar y tirar, esquilmadora de los recursos evidentemente limitados del planeta, de una economía basada en la explotación de la mayoría (que soporta además el hambre, la enfermedad y la pobreza extrema) por parte de una minoría privilegiada, de una economía basada en una energía contaminante o peligrosa -cuando no ambas cosas a la vez-, de una economía y una cultura basadas, en definitiva, en la irracionalidad y la desigualdad, no se puede esperar -racionalmente- otro resultado que el desastre.
Escuchemos con atención el lamento de la madre Tierra. Y actuemos en consecuencia, a ver si de verdad somos tan listos y tan poderosos como para poder cambiar el destino que nosotros mismos, como dioses enloquecidos, nos hemos fijado.
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