Si tuviéramos una ley electoral justa, si la hubieran cambiado el PP y el PSOE, el debate en Cataluña no existiría y estaríamos pensando en
cómo gobernar nosotros, ha manifestado Inés Arrimadas, de Ciudadanos. Pues sí, ha de coincidirse con ella al menos parcialmente: si el pasado hubiera sido diferente, a saber como sería el presente, o si el independentismo representaría hoy la opción de la mitad de los votantes catalanes, o, incluso, si ella misma podría llegar a ocupar un cargo como Molt Honorable, pero está muy claro que la regla d'Hont, ese mecanismo que se encarga de traducir los votos en escaños es uno más -otro muy importante es la elección de la provincia como circunscripción electoral- de los soportes del sistema bipartidista; hace tiempo que todos los partidos minoritarios a nivel estatal -IU, UPyD, etc.- han padecido esa injusticia, mientras partidos con menos votos pero concentrados en las tres o cuatro provincias de una Comunidad Autónoma -los partidos nacionalistas- se convertían en árbitros que decidían al alternacia entre los dos partidos mayoritarios, PSOE y PP. Esto no es nuevo -evidentemente no nos lo ha descubierto Inés Arrimadas- y, como digo, es algo perfectamente calculado -y defendido- dentro un sistema que busca conseguir mayorías de gobierno basadas no en el acuerdo entre grupos, si no en la imposición del grupo más fuerte, que es la teoría anterior a la que últimamente ha perfeccionado y defiende el PP -y otros, entre ellos Ciudadanos- y que se resume en que el gobierno ha de facilitarse al grupo político que obtenga más votos, a la lista más votada. Aunque sea evidente, no está de más repetir que ambas teorías o sistemas que defienden cómo cocinar los votos para que gane el que debe ganar, suponen una auténtica perversión del sistema democrático y, sobre todo, un peligro real para la ciudadanía que ha de soportar mayorías absolutas -no hay que mirar muy lejos- que no están sustentadas ni socialmente ni políticamente, obviando radicalmente el acuerdo y el diálogo entre grupos políticos que, con posterioridad a unas elecciones, es el procedimiento evidentemente necesario para lograr un programa de gobierno de mínimos que responda -aún parcialmente- a las aspiraciones de la mayoría de los votantes; es el procedimiento utilizado por las democracias europeas a las que dicen que queremos parecernos.
Claro que hay sistemas más justos para cocinar lo menos posible los votos en su traducción a escaños -alguno tan sencillo como considerar a toda España como circunscripción electoral única- y claro que sería la reforma de la Ley Electoral en éste sentido un buen punto de partida, pero es conventiente recordar que ello no eliminaría nunca la necesidad de diálogo entre los distintos grupos políticos: y si no saben -aduciendo, básicamente, que nuestro temperamento no lo soporta- que aprendan; es su deber si de verdad quieren ejercer la política como demócratas. Ya sé que lo otro parece que se nos dá mejor, pero finalmente es peor para casi todos.
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