La palabra desencanto era un término en desuso, no se relacionaba
con nada, y es que parecía estar tan integrado en la sociedad española
que nadie lo utilizaba, confesaba años más tarde Jaime Chávarri al hablar del título de su película, El desencanto (1976), que resume en blanco y negro la autovivisección de la familia Panero. Es cierto, éste país, sus gentes, tienen una práctica -que podríamos calificar sin exagerar de histórica- en cuanto a experimentar y sentir desencanto(s). Claro está que nadie se desencanta sin haber estado encantado antes, y aunque parece claro que encanto y desencanto no son antónimos, exactamente, sí que es achacable al paisanaje de éste país su capacidad de soñar, de creer, su ingenuidad renovada una y mil veces, que si bien en dosis razonables pudieran resultar positivas, en demasía vienen a convertirse en disposición a ser barro húmedo en manos de supuestos alfareros sociales cuya profesión real es la de vividores a costa de la ilusión ajena. En política, y más concretamente, en democracia, en cuyo último ciclo de espasmos históricos llevamos trucheando, mal que bien, cuarenta años -tras otros cuarenta de dictadura cuartelera- ésto se nota especialmente: es increíble que un partido político -el PP, concretamente- se haya sentido en la libertad de incumplir puntos esenciales del programa comprometido con sus votantes -aunque hubiera sido por necesidad sobrevenida, en cuyo caso hubiera procedido convocar nuevas elecciones- y no ocurra prácticamente nada como consecuencia de esos graves incumplimientos. Nada, salvo claro está, que sea previsible un aumento del desencanto de la ciudadanía con sus representantes políticos y ello se traduzca en un aumento de la abstención en futuras convocatorias electorales.
Ya lo dijo Adolfo Suárez, durante cuyo mandato, a finales de los setenta, ya la ciudanía experimentó su primer desencanto democrático (vendrían más, inmediatamente después): le hemos hecho creer (al pueblo) que la
democracia iba a resolver todos los grandes males que pueden existir en
España... y no era cierto. La democracia es sólo un sistema de
convivencia. El menos malo de los que existen. Y la democracia de éste país tampoco ha sido, ni es, de una calidad exportable.
Por eso, no creo que nadie debiera alarmar gratuitamente con el actual desencanto político tras las elecciones del pasado 20 de Diciembre; no es el primero; tan consustancial es el desencanto a nuestra idiosincrasia que yo creo que podríamos vivir años sin gobierno, por mucho que algunos lo vean urgentísimo. Que yo creo que éstos últimos lo ven tan urgente no tanto por interés público, sino por propio interés, de ahí su interés en el establecimiento de una Gran Coalición, a la medida de sus intereses. O por acelerar la convocatoria de unas nueva elecciones en las que resulten beneficiarios de una mayor abstención que en las anteriores, como mencionaba.
A quienes defienden la urgencia de contar con un gobierno e instan a otros a que engrosen con su apoyo el pacto del PSOE con Ciudadanos -La Coalicioncita- bajo el pretexto de revertir inmediatamente las políticas sociales de los últimos cuatro años del gobierno del PP, yo les diría que un programa que ya de inicio declara pretender la mezcla de agua y aceite -medidas sociales y neoliberales- es incapaz, por pura lógica, de tal reversión. Y siempre podría el Congreso aprobar por consenso un conjunto de medidas sociales de urgencia, aún sin gobierno.
Para todo lo demás, yo les recordaría el dicho: vísteme despacio, que tengo prisa.
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