Los
defensores del sitema capitalista siempre han acusado a la izquierda, y
en concreto a los sistemas comunistas de ser repartidores de pobreza,
propugnándose a sí mismos como repartidores de riqueza, asegurando
que una vez haíto el gran capital, con sólo las migajas sobrantes nos
alimentaríamos todos. Han transcurrido apenas veinticinco años -un
suspiro, en términos históricos- de la caída del muro de Berlín y del
colapso de los regímenes comunistas y las desigualdades sociales no han
cesado de aumentar: no sólo es que los ricos sean más ricos y los pobres
más pobres -se trate de ciudadanos o de países- es que los
pobres no han cesado de aumentar en términos absolutos. Es decir, el capitalismo ha demostrado por enésima vez que es un sistema voraz por naturaleza, y que sólo el temor a
una posible alternativa política radical lo hizo condescendiente en la posguerra para atender
mínimamente las necesidades sociales. Una vez diluída esa alternativa -aún imperfecta-, hoy las migajas no llegan ni para mantener hambrienta a la
mayoría: el capitalismo lo enguye todo a mayor gloria de una irracional
concentración de riqueza por parte de una minoría privilegiada; parece
que la riqueza de la que todos disfrutaríamos bajo el capitalismo sólo era
la melodía del flautista de Hamelín. Y si no lo evitamos a tiempo, ese mismo capitalismo nos dejará un
planeta yermo y esquilmado como herencia tras el reventón final.
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