"Todo por el pueblo, pero sin el pueblo", es el lema que resume el espíritu del Despotismo Ilustrado, aquél pensamiento político del siglo XVIII que justificaba la monarquía totalitaria como administradora de la Razón y de la Ilustración; discurso paternalista que se quebró en la Revolución Francesa, donde el pueblo intentó erigirse en el dueño de su propio destino.
Del mismo modo veo inevitable que el lema mencionado, utilizado literalmente, reiteradamente, abusivamente y sin rubor por la clase política actual acabe colapsando una democracia -la de éste país- que desde sus recientes comienzos, hace poco más de treinta años, se ha ido convirtiendo más y más en puramente formal: una cáscara vacía, una pura apariencia sin contenido. Para llegar a esta conclusión no hay más que ver dos fotografías de los sucesos del pasado 25 de Septiembre en Madrid: un Congreso de los Diputados aislado, autoprotegido, fantasmal en la salvaguardia de su legitimidad e intangibilidad, y a las fuerzas de Policía reprimiendo con fuerza desproporcionada la expresión popular de verdades indigeribles por un poder político que lleva tiempo usurpándolo precisamente en nombre del pueblo, pero sin escucharlo realmente. Hoy, doscientos años después, aún sigue siendo necesario partir en dos el lema y quedarse sólo con la primera parte: "Todo por el pueblo", sin más.
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