Con gran orden y exactitud me proyectan fragmentos de mi vida a los que añaden comentarios con voz de fondo; cada fantasma es el protagonista del fragmento proyectado por lo que tiene dos voces, la suya propia en el fragmento del pasado y la del comentario, que a menudo sobra -lo rememorado habla con voz lo suficientemente clara por sí mismo- y el fantasma correspondiente se limita a asentir. Uno tras otro -la ligazón entre fragmentos suele ser accidental- voy recreando sucesos, como quien es obligado a presenciar por enésima vez y desapasionadamente una historia conocida.
Y así, finalmente compungido por la acumulación de reproches y los vívidos recordatorios de momentos olvidables de mi vida, al acabar la última de las proyecciones programadas para esa noche los fantasmas deciden pausadamente retirarse y al girar y darme la espalda, ondulan suavemente sus largas túnicas de luz blanca -parecen muy cómodas; voy tomando nota para cuando me toque interpretar- que se van difuminando en el fondo oscuro. Así, tras una hora o dos, con los ojos cerrados pero plenamente despierto, acabo durmiéndome de nuevo. Puede que los que los fantasmas hagan una coda durante el sueño REM, pero eso ya no lo recuerdo al despertar.
Todos los fantasmas hijos de la culpa -esa abominable herencia judeo-cristiana- y del arrepentimiento por todo aquello que hice y, sobre todo, por lo que no hice. Ellos no asustan, tampoco lo que recuerdan, aunque esto último continúa pesando de forma abrumadora hasta el recordatorio de una futura noche.