La primera:
Se trata del ataque de una serpiente mientras hago uso del inodoro para mis deposiciones sólidas y, por tanto, no veo venir tal agresión hacia el orificio de mi desagüe natural trasero (perdón por un eufemismo tan rebuscado y pedante; procuro evitar escatologías (*) obvias y desagradables, que cada uno imagine); detalles que hacen más temible la pesadilla: la serpiente es pequeña, como el áspid que figura en los cuadros de Cleopatra suicidándose pero, en vez en vez de morder un apetecible pecho greco-egipcio, opta por introducirse en mí de un salto, a modo de Alien inverso, entrando, evidentemente, por el mencionado desagüe. Yo no lo veo muy atractivo para un áspid, pero tampoco conozco sus gustos y, en todo caso, así es la pesadilla. Debo señalar también, que lo desagradable y terrible es el acto en sí, no lo que ocurre después (que no recuerdo que nunca ocurra nada). Cualquier estudiante de psicología seguro que encontraría múltiples explicaciones -si aceptara que me explorara el inconsciente y aún sólo con suposiciones basadas en esta descripción- seguramente la mayoría de origen sexual. A saber.
La segunda:
En la vida real tengo la costumbre de enjuagarme con colutorio tras lavarme los dientes y las prótesis dentales -esqueléticas las denomina el odontólogo que me trata, y así se conocen, aunque suene algo lúgubre- que suplen, de alguna manera, las numerosas piezas dentales que han abandonado mis quijadas; tras ello, escupo el colutorio en el inodoro, en lugar de en el lavabo que parece lo natural porque es donde lógicamente me lavo los dientes; ¿por qué?: lo ignoro, las costumbres son muy suyas y no suelen dar explicaciones. En la pesadilla, esta costumbre es rematada con la pesadilla propiamente dicha: al arrojar el colutorio, arrojo de paso -involuntariamente- las dos prótesis esqueléticas que caen unas veces en algo que no es precisamente agua transparente y de donde en mi desesperación de desdentado tengo que recuperarlas hundiendo mis manos en lo que, ya digo, no es agua transparente y otras desaparecen por el sumidero del inodoro sin necesidad de que el agua de la cisterna las empuje; lo cual no es, a todas luces, lo mejor que le puede ocurrir a una prótesis dental -esquelética o no- y no digamos a su dueño.
Y ahora lo peor; -ya se sabe que aunque las cosas estén mal siempre pueden empeorar- últimamente he fundido las dos pesadillas en una: la serpiente, a la que nunca veía -dada mi postura- ahora, milagrosamente, la veo ¡portando en su boca mis prótesis esqueléticas!; sí, también es milagroso que le quepan en la boca por mucho que algunas serpientes tengan la capacidad de dislocar sus quijadas para tragar presas grandes: será que quiere tragarme a mí entero -que tampoco es tan grande mi boca- o bien me parecen mis prótesis esqueléticas pero son una copia a escala áspid: las pesadillas también son muy suyas y, además, la realidad no las limita. Yo qué sé.
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(*)...curiosa palabra que sirve tanto para hablar de excrementos como del más allá; no sé que pensar de esta coincidencia, sobre todo creyendo que las coincidencias no existen.
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