Recuerdo perfectmente la época en la que leí por primera vez 1984 de Orwell; se trataba de mis años de adolescente/joven -en plena esfervescencia lectora- en los cuales el año 1984 seguía siendo futuro pero relativamente cercano, lo cual añadía la angustiosa intranquilidad de lo inmediato a la sombría distopía; curiosamente, viviendo en una dictadura, la distopía no dejaba de serlo, cumpliéndose aquello de que, por mal que estén las cosas, siempre pueden empeorar. De entonces data mi afición a las distopías como género, esos vislumbres de un futuro peor -sí, el futuro puede ser peor que el presente-, esos atisbos de mundos paralelos que, de un modo u otro acaban por convertirse en profecías, porque, como escribió Juan Larrea, lo imposible se vuelve, muy poco a poco, inevitable. Y para constatar que es es muy probable que vivamos actualmente en una sociedad orwelliana, no tenemos más que analizar con detenimiento y objetivamente la masiva manipulación de los medios a la que estamos sometidos a diario: todos somos Winston Smith.
Y, ya puestos, también podemos leer -o releer- la considerada como la primera novela distópica y antecedente directo e inspiración tanto de 1984 como de Un mundo feliz, de Aldous Huxley: Nosotros, de Yevgueni Ivánovich Zamiatin, publicada inicialmente en su traducción al inglés, en 1924; hubo de esperar a 1952 para que se publicara en ruso (aunque continuó prohibida en la Unión Soviética hasta 1988), tres años después de que 1984 fuera publicada en 1949.
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