Sin
duda es mejor transmitir alegría y confianza que tristeza o
preocupación y eso debe ser la primera norma de comunicación para los
políticos al uso y sus asesores no deben cesar de recordárselo. Así
ocurre que es dificilísimo ver la fotografía de un político -salvo en
actos luctuosos- sin comprobar simultáneamente el estado de su
dentadura. De Pedro Sánchez, por ejemplo, no conocería su expresión de
contrariedad si no hubiera tenido ocasión de verle en un debate con
Pablo Iglesias: sonríe casi de continuo, en todas las circunstancias
-ignoro el motivo de tal euforia- que creo yo que algún experto debería
decirle que semejante persistencia en ese gesto podría deformarle la
cara y dejarle para siempre como Joker, el de Batman.
Y
es que, como en casi todo, el exceso no es bueno; sonreir tan a menudo
con la que está cayendo sobre el país puede ser interpretado no como
prueba de optimismo, sino como reflejo involuntario de imbecilidad
profunda. Esto reza también -sobre todo- para la mayoría de los
miembros del gobierno y los portavoces del partido que lo sustenta; creo
que en su caso cualquier sonrisa es claramente contraproducente al
efecto que pretende conseguir.
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