Si tuviera que explicar a un chaval de hoy los juegos de mi infancia, debería emperzar por decirle que tenían dos características fundamentales. La primera es que, como no había consolas, teníamos que ser el avatar de nosotros mismos y jugar entre nosotros, generalmente en la calle. La segunda es que, aunque hubieran existido las consolas, la mayoría de nosotros no hubiéramos podido conseguirlas; nuestros juegos debían ser lo más baratos posible, por lo que la mayoría se basaban en lo único que siempre ha sido gratis: la imaginación. Recuerdo un juego que consistía en ir girando en corro alrededor de un grupo de sillas hasta que, a una señal, todo el mundo debía sentarse. La gracia estaba en que siempre había una silla menos que participantes y el que no se sentaba resultaba eliminado para el siguiente turno, para el que se retiraba una silla del grupo. Lógicamente, a cada turno, la posibilidad de sentarse disminuía hasta llegar al tenso final: una silla y dos participantes; el 50% para cada uno. Leo en El País de hoy un artículo de Marcos Peña -A propósito de Harpagón y de la crisis- en el que se menciona un dato que debe ser archiconocido: los activos financieros son el 340% de la economía real de bienes y servicios. Si no lo he entendido mal y estableciendo un paralelismo con el juego de las sillas, esto viene a ser como si con nuestros "activos" -dinero, títulos, hipotecas, acciones- estuvieramos dando vueltas a un grupo de sillas -la economía real- pero dándose la circunstancia de que no llega ni a una silla por cada tres personas. Por fin soy capaz de entender una posible causa de la crisis que padecemos: alguien, por sorpresa, hizo la señal de sentarse.
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