Ahora, como entonces, me he quedado largo rato mirando el escaparate y teorizando sobre la utilidad de algunas herramientas, maravillándome al comprobar que a alguien se le ha ocurrido resolver un problema que se me planteó hace tiempo, pero que hoy ya no tengo intención de acometer. Después, la nostalgia también me ha hecho entrar en el comercio y me ha colocado frente a ese larguísimo mostrador de madera con claras señales -casi muescas- de uso, oliendo a metal de tornillería, a aceite de linaza, a aguarrás. No se ha acercado el empleado -embutido en su bata azul de trabajo de entonces, tazada por el uso- porque no soy real, sólo un ectoplasma del pasado, pero ganas me han dado de preguntarle por un tipo de tornillo muy especial que necesito y esperar recitado el consabido vademécum de roscas métricas e imperiales (británicas, en pulgadas, con fracciones en medios, cuartos, octavos y diecisesisavos: un sistama paracabalístico; el reino de la fontanería). En su día ese recitado me ponía bastante nervioso y prefería -si podía- ir con la muestra, ponerlo encima del mostrador y decir: cinco como éste.
Salgo -tan ectoplásmicamente como entré- y miro el nombre de la ferretería, que no recordaba; en Reina Victoria, entre Ibáñez de Ibero y Guzmán el Bueno.

No hay comentarios :
Publicar un comentario