Desperté bruscamente; mantenía los ojos cerrados pero estaba totalmente despierto. Demasiado despierto -pensé- para lo metido que estaba hacía sólo segundos en mi sueño/pesadilla que seguramente había llegado al punto de imposibilidad de ser soportado que había provocado que me despertara. En el sueño, había tomado el Metro en una estación de la que no recordaba el nombre, extraña para mí, y en un viaje largo y nada concreto, había comprobado como el vagón se transformaba gradualmente en un tren de tercera clase de los antiguos, de madera e incomodísimos asientos de tablillas, con el barnizado ausente y un general olor a sudor y pescado. Llegó ese tren al final de su recorrido en un pueblo de las cercanías de Madrid, seguramente en la zona de los pueblos negros, por la abundancia de pizarra y las abundantes cuestas que se veían. Yo no iba allí por mi deseo, un -demasiado- amable viajero me explicó que mi error había sido tomar el tren en el andén equivocado y por eso había llegado allí, donde ninguna ocupación me esperaba y de donde pronto me enteré que no podría regresar al ser viernes y no haber trenes de vuelta durante todo el fin de semana. En fin, como para no despertarse. Extendí mi brazo izquierdo lo justo para llegar con los nudillos al reloj de la mesilla de noche para que proyectara la hora en el techo. Abrí los ojos justo para ver la hora: las 4:00, la hora fatídica no sólo porque últimamente -en coincidencia con la cultura china- he tomado ojeriza al 4 considerándolo un número ominoso, si no porque a esa hora me resulta difícil volver a dormirme. La hora y lueg0 la temperatura: 22º3, que suma siete, pero sin llegar al ocho, un número realmente auspicioso; el siete es bíblico pero no especialmente de buen presagio. Me coloqué boca arriba y los brazos paralelos al cuerpo esperando poder pasar el tiempo necesario para volver a dormirme. Aunque sabía de sobra que en esa postura no me dormiría, al menos pasaría el tiempo sin las molestias que, al colocarme de costado, me estaba dando últimamente el síndrome del túnel carpiano, que me producía un entumecimiento de la mano derecha bastante desagradable. Espera, piensa en algo complicado, me dije, algo que cause somnolencia. En eso noté que alguien que no era yo, entraba en mi cuerpo. Lo he dicho de forma tan rotunda porque intentar explicarlo con pormenores no creo que ayudara a entenderlo; era eso: otro que no era yo -que evidentemente ya estaba- entraba a vivir en mi cuerpo. Ya estamos -me dije- una secuela de la película La invasión de los ladrones de cuerpos -no la primera de 1956 si no un remake de 1993, dirigida por un tal Ferrara y bastante más insulsa pese a los efectos especiales- en la que, como en la primera, entes extraterrestres se apoderan de cuerpos humanos dejando el original reducido a vainas vacías, a residuos. Se estaba dilucidando quién se quedaba finalmente con mi cuerpo: el bodysnatcher había comenzado a introducirse en mi cuerpo por mi mano derecha produciéndome a mí, su legítimo dueño, un intenso dolor. En esas estaba cuando me desperté -esta vez sí- con un adecuado recordatorio del síndrome del túnel carpiano en mi mano derecha, totalmente dormida y dolorida. Antes no me había despertado, sólo cambiado de pesadilla. Miré ahora realmente el reloj: las 4:20; bueno, al menos mantengo un sincronía global, pensé. Y me levanté a pesar del sueño que habitaba en mis ojos impidiéndome abrirlos; decidí que sería mejor dejar la cama que iniciar una tercera pesadilla.
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