lunes, 7 de marzo de 2022

Atracción fatal

De siempre -lo tengo muy presente aunque de ello haga ya bastante tiempo- mi regla automática para buscar la ubicación donde instalarme, pinchar la sombrilla y extender las toallas en una playa concurrida ha sido elegir aquella que esté en una posición intermedia y equidistante de los dos grupos más alejados entre sí; me parece que así mi presencia resultará lo menos molesta posible al resto de bañistas. Pues bien, también de siempre he observado que si soy yo el que ya está instalado en la playa y llega un grupo -generalmente acarreando niños llorando, perros ladrando o ambos- éste indefectiblemente se instala a distancia de saludo aunque previamente me fuera difícil divisar sin gafas al grupo más próximo; justo al lado, casi, casi, para dar -o tomar- sombra: lo denomino el síndrome de atracción fatal. De la misma forma que trozos de materia parece que se agregaron primitivamente en su giro alrededor del Sol para formar la Tierra debido a la ley de la gravedad, así mis congéneres responden a mi presencia a poco que me muestre y ésta sea detectada; por ejemplo, en los supermercados, en cuanto me detengo unos instantes ante una estantería -generalmente por dudar entre dos productos- siempre, siempre, hay una mano de cuyo propietario yo ignoraba hasta entonces la existencia por haberse situado silenciosamente a mi espalda, que cruza rauda ante de mis narices para llegar al yogur de sabor infrecuente ante el cual yo, precisamente, me había detenido; en general el proceso es totalmente silencioso -lo que aumenta el susto- porque el mencionado propietario  -que suele, lo siento, ser propietaria- de la mano no suele estimar conveniente disculparse por tal invasión de mi espacio personal. Me ha llegado a ocurrir que, sentado tranquilamente en un banco entre los muchos -todos vacíos- en  un parque, alguien fumando -y tosiendo- haya decidido sentarse en el mismo que yo. También, en la época en que utilizaba diariamente el transporte público, concretamente el tren de cercanías, con unos asientos bastante incómodos y por cuya proximidad me resultaba difícil poder estirar las piernas, siempre, siempre, había un viajero que decidía sin dudarlo sentarse en el asiento frente al mío, para disfrutar silenciosamente del paisaje por la ventanilla, aunque -sí, ya sé que lo habías sopechado- el resto del vagón estuviera huérfano de presencia humana; si yo decidía automáticamente cambiar de asiento, era observado con una mezcla de sorpresa y desaprobación por el silencioso recién llegado. Y así una serie sucesiva y variada de síntomas que exceden en su frecuencia la mera aplicación de la ley de probabilidades y con total independencia de mi posible aversión por las relaciones sociales; me he tranformado finalmente en resignado paciente del mencionado síndrome: sé anticipadamente dónde se va a sentar ese señor tan grande y gordo que llega tarde a la sesión de cine, así es que ya suelo tener en mente posibles ubicaciones alternativas para mí mismo. 

Sé que este síndrome no es considerado como tal si no, más bien, una verdadera bendición por profesionales tales como políticos, agentes de seguros, comerciales de todo tipo, vendedores (de coches, de enciclopedias, de peines en El Rastro, etc.), pero yo, que no he sido nunca nada de eso -ni creo tener aptitudes para ello- sigo considerándolo, ya digo, un síndrome, o sea, un conjunto de signos o fenómenos reveladores de una situación generalmente negativa. En fin -ya que consultamos el diccionario- que no gratuitamente la ley de la gravedad es universal y se denomina así: es grave, palabra que significa tanto arduo y difícil como molesto y enfadoso. También que pesa -la caída de los graves, debido a la gravedad, precisamente- o sea, pesado.

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