Vivimos en un país en el que sus naturales mayoritariamente consideran que todo aquello que no está prohibido está permitido, y aún las prohibiciones suelen también ignorarse, sobre todo si no hay detrás una fuerza coercitiva que las imponga. Sirve generalmente de poco apelar a la responsabilidad individual que supone la autoregulación de la propia conducta en beneficio del bien común y basada en el respeto a los demás; la empatía es entre nosotros una palabra exótica que aún suele ser confundida con simpatía; la capacidad de identificación con las necesidades y sentimientos de los demás no es una de nuestras prioridades. Y no digo que ésto sea una característica propia de los españoles, la sociedad del primer mundo se basa generalmente en la búsqueda del placer (dopamina) antes que la de la felicidad (serotonina): antes la gratificación inmediata que la sustancial identificación del ser humano con el mundo que hace tiempo se propuso la filosofía como meta; antes la satisfacción material e individual que promueve la sociedad capitalista basada en la posesión de cosas que la moral o espiritual que supone procurar tanto la felicidad propia como la de los demás. Sin embargo, nuestros paisanos han adoptado generalmente una versión extrema de la priorización del placer sobre la felicidad debido a una idiosincrasia histórica tendente al individualismo antes que a una consideración personal como integrante social.
Viene todo este exordio a cuento de nuestro comportamiento individual en la actual crisis social debida a la pandemia CoVid19; apelar a la responsabilidad individual esperando de todos y cada uno de nosostros la máxima prudencia en nuestras actitudes y en el contacto físico con otras personas como medio de prevenir contagios depende en gran medida de esa autoconsideración como seres sociales que, a su vez, depende del grado de concienciación y educación previas en ese sentido: cuando ambas han sido largamente desatendidas tanto en la esfera pública como en la privada no deben sorprender las consecuencias observadas; no debería sorprendernos la fragilidad de una sociedad debilitada por unas sangrantes desigualdades agravadas por un permanente deterioro de los servicios públicos en sanidad, educación y pensiones; aplaudir puntualmente desde ventanas y balcones para hacernos creer a nosotros mismos que con eso solventamos la papeleta de la solidaridad y la empatía con nuestros conciudadanos -profesionales sanitarios o no- es puramente anecdótico y de ahí no debería deducirse ninguna categoría; lo que realmente se necesita es más educación y más recursos. Públicos, es decir, de todos.
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