El cardenal Ratzinguer, actual Papa, en su etapa como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe -la moderna Inquisición- dejó escrito que "un Estado agnóstico en relación con Dios, que establece el derecho sólo a partir de la mayoría, tiende a reducirse desde su interior a una asociación delictiva". Parece difícil que esta frase pueda ser sacada de contexto ya que es bastante explícita y autoexplicativa: cualquier Estado que se declare aconfesional y democrático es, para la jerarquía católica, una potencial -o real- asociación de delincuentes. Más recientemente –y más cerca- el cardenal Rouco Varela, presidente de la Conferencia Episcopal Española ha dicho que "el Estado moderno, en su versión laicista radical, desembocó en el siglo XX en las formas totalitarias del comunismo soviético y del nacional-socialismo". Tampoco desaprovechó este mismo cardenal otra ocasión para dejar caer que la justicia humana "necesita de la justicia y de la misericordia divinas".
Son sólo apuntes que muestran la desmesura y falta de respeto de la jerarquía católica para con el ordenamiento civil de la sociedad y que prueba, en definitiva, que el laicismo es para la Iglesia Católica –al igual que para otros fundamentalismos religiosos- un peligro mayor. Es comprensible. Si Estado ejerciera plenamente su soberanía en este aspecto, reduciéndose la religión al ámbito que le es propio y reconocido -la esfera privada- la Iglesia católica, al igual que otras religiones "oficiales", perderían el poder que tienen en este mundo basado en "vender" su supuesta interlocución con otros, también supuestos, mundos. Lo que ya no es tan comprensible es que después de más de dos siglos de la Revolución Francesa, sesenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y más de treinta de régimen democrático, en éste país se sigan abordando habitualmente las relaciones entre la Iglesia y Estado por parte de este último, en forma de sometimiento implícito, traducido directamente en normas, obligaciones y débitos para todos los ciudadanos, ya sean creyentes, agnósticos o ateos.
Seguramente por el carácter pendular o cíclico de la Historia -o simplemente retrógrado en el caso de la actual jerarquía de la Iglesia Católica- a veces parece que regresamos al siglo XIX en vez de dirigirnos al XXII. Desde luego, Manuel Azaña hace más de setenta años estaba en este aspecto mucho más cerca del Estado hacia el que se supone que tendemos, aunque sea asintóticamente.