miércoles, 7 de julio de 2010

Sangre fría

Fabra, Camps, Costa, ahora Ripoll. Y lo que colee. Parece que el PPCV -uno de los mayores graneros de votos del PP- está ardiendo en combustión lenta, tal y como hace no mucho ardían subterraneamente las Tablas de Daimiel. Y con Rubalcaba -según Pons- ejerciendo de demonio atizador del fuego. ¡Que calorcillo!, ha sido el comentario de Rajoy al respecto: o este hombre es de sangre fría como los lagartos o lleva un forro ignífugo bajo el traje. No me extraña que, en esas condiciones, no perciba lo del cambio climático.

Eficacia, eficiencia y efectismo

Se define eficacia como la capacidad de lograr el efecto que se desea o se espera y eficiencia como la capacidad de disponer de alguien o de algo para conseguir un efecto determinado. Podríamos decir que la eficacia equivale a conseguir nuestros objetivos sin limitar el precio a pagar por ello, mientras la eficiencia sería conseguir nuestros objetivos al mínimo coste posible. Por último, se define como efectista a aquello que busca, ante todo, producir fuerte efecto o impresión en el ánimo, y no se me ocurre otro adjetivo que mejor defina las campañas organizadas últimamente por la DGT. Parece una pedantería recordar que estos tres vocablos no son sinónimos.

Desmemoria y destino

Ambrose Bierce, en su Diccionario del diablo define desmemoria como el don que otorga Dios a los deudores, para compensarlos por su falta de conciencia.  No deja de ser asombrosa la cantidad de desmemoria repartida entre los habitantes de este país, lo cual seguramente explica la tardanza -más de setenta años- en la entrega a sus familiares de 44 cuerpos identificados y recuperados recientemente de la Fosa de la Andaya en Lerma, donde fueron enterrados en el verano de 1936 después de ser fusilados sin ley, juicio ni jurado. 
A poca distancia de desmemoria, en el mencionado diccionario, se define destino como la justificación del crimen de un tirano o como el pretexto del fracaso de un imbécil. Supongo que, a veces, ambas definiciones servirían.

miércoles, 23 de junio de 2010

Mercado y democracia

¿Cuánto mercado puede tolerar la democracia? titulaba su artículo en El País Josep M. Vallés el pasado día 11 de Junio. A mi modo de ver, carece de sentido el debate teórico relativo a las relaciones de poder entre democracia, Estado y mercado desde cualquiera de los puntos de vista imperantes en el primer mundo: neokeynesiano,  poscapitalista, socialdemócrata o desde el suave enfoque posmoderno de supuestas terceras vías. En el mundo actual, la realidad es que el mercado manda y desde la política se instrumenta ese mandato. Y ello es de aplicación incluso para países de inspiración marxista, como  China. Si de algo ha servido esta crisis ha sido para  constatar con claridad que los supuestos controles a implementar por parte de los Estados a los usos y procedimientos financieros opacos y salvajes de que se sirve el capitalismo global han quedado rápidamente en nada, y, sin embargo, las imposiciones de los poderes económicos se han convertido en realidad -ejecutadas por un poder político al que evidentemente le sobra lo de poder- antes de que los agentes sociales hayan podido siquiera pronunciar la palabra no. ¿Cómo no deducir de todo ello que el desapego ciudadano ante la política es consecuencia directa, no ya de la corrupción o de la falsedad o ficción de sus planteamientos, si no, más directamente, de su ineficacia e inanidad?. Aún no nos han aborregado lo suficiente para no darnos cuenta de lo evidente. Así, el artículo del señor Vallés, debería haberse titulado, con más propiedad ¿Cuanta democracia puede tolerar el mercado?

Lo importante y lo urgente

En la tesitura de tener que elegir entre lo importante y lo urgente, los políticos generalmente optan por lo último. Así, cuando a comienzos de la crisis el presidente del gobierno propuso para este país un cambio estructural de modelo económico -que afectaba igualmente a lo social y a lo medioambiental- con criterios de sostenibilidad y eficiencia, parecía que se intentaba abordar seriamente nuestro futuro: lo importante. Ha bastado alguna demostración de los poderes económicos -de los cuales todos suponemos sus prioridades- para que inmediatamente se olvide lo importante para intentar asegurar lo urgente. Lo urgente para esos poderes económicos, se sobreentiende. Es falso, por tanto, el dilema que hoy se plantea Juan Carlos Rodríguez Ibarra en El País  en su artículo Patriotismo y huelga general : jamás hemos tenido, ni remotamente,  la posibilidad de mandar a hacer puñetas a los mercados. Por lo que el subsiguiente dilema que plantea -elegir entre suicidarnos o prostituirnos- es igualmente una falacia: hace tiempo que ese ente abstracto pero real, el mercado, decidió no sólo que debíamos prostituirnos, si no que, además, era nuestra obligación poner la cama, es decir, pagar la factura de la crisis que su voracidad llevaba tiempo propiciando. El ejecutivo de este país lo único que ha hecho ha sido traducir y ejecutar ese mandato. Urgentemente.